Jan Fabre | Crítica de Teatro/Danza/Artes Plásticas

El traje como metáfora de libertad

Una imagen de la pieza 'The fluid force of love' estrenada en el Teatro Central

Una imagen de la pieza 'The fluid force of love' estrenada en el Teatro Central / Wonge Bergmann

Debido a la pandemia y al cierre de los teatros europeos, Sevilla ha acogido este fin de semana el estreno absoluto de la última pieza del creador belga Jan Fabre, The fluid force of love, con las entradas agotadas desde el día en que salieron a la venta.

En el escenario vemos doce pupitres y nueve intérpretes vestidos con traje y corbata que nos remiten a la escuela, el instituto o incluso la universidad. No cabe duda de que estamos ante el primer estamento de domesticación de los seres humanos. Una uniformización contra la que Fabre levanta su voz. Pero también lo hace contra el imperio de la moda, contra los medios de comunicación y, sobre todo, contra una sociedad hipócrita que necesita juzgar y poner etiquetas a todo lo que ve. Que nos obliga a salir de cualquier armario que nos cobije para dejarnos a la intemperie.

¿No es suficiente con que seamos seres humanos?, se pregunta el creador, al tiempo que reivindica el derecho a amar y desear a quien queramos y nos parezca digno de deseo.

Jan Fabre defiende la libertad de amar por encima de cualquier etiqueta de sexo o de género

Algo encomiable. Y más que oportuno en estos momentos en que los adjetivos y lo políticamente correcto nos tiene absolutamente desconcertados.

Pero esas consignas, esa llamada a vivir en libertad cualquier tipo de género o de sexualidad nos llegan a través de la palabra. En escena, los nueve intérpretes -magníficos actores y bailarines- hablan, bailan alrededor y encima de las mesas y gesticulan sin cesar; dicen ser los terremotos del género, pero no logran mover ni uno solo de los pupitres; dicen que la belleza no puede ser encerrada en una caja, pero ellos se quedan encerrados en las tres filas de mesas.

Con una estupenda factura y una dramaturgia bastante pobre, la única acción realmente teatral es la de la metafórica y constante transformación del vestuario -trajes, corbatas, sujetadores, calzoncillos…-, que los intérpretes liberan de cualquier significación ligada al género. Así, durante más de una hora, hasta llegar a esa danza final espasmódica que siempre funciona, se va repitiendo más o menos la misma secuencia: texto, danza individual mientras el grupo transforma su aspecto e ilustración gestual y coral de la idea.

Tal vez sea que el genio Fabre nos tiene mal acostumbrados, pero echamos de menos esa fantasía escénica suya, esa capacidad de “ensuciar” el escenario para limpiarlo y empezar de nuevo con una nueva pureza. Porque los actores -Fabre lo dice y así lo creemos- son sustitutos de Dios.

Con todo, el público afortunado que había conseguido una entrada salió entusiasmado y nosotros seguimos preguntándonos: ¿nadie nos va a explicar por qué el Central sigue con un 50% de aforo cuando otros teatros, antes del fin del estado de alarma, estaban ya al 75%? ¿Es que el sector cultural no está sufriendo tanto como el de los bares y las discotecas?

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