Entre Mujeres | Crítica de flamenco

El recorrido vital de Javier Barón

Javier Barón con la bailarina de contemporáneo Rocío Barriga en presencia de las cantaoras.

Javier Barón con la bailarina de contemporáneo Rocío Barriga en presencia de las cantaoras. / Lolo Vasco

Con las entradas agotadas y una gran expectación presentó Javier Barón, profeta en su tierra, el estreno absoluto de su último espectáculo en el mágico espacio del Castillo de Alcalá de Guadaíra.

En Entre mujeres, el bailaor (entre otras cosas, Premio Nacional de Danza) pretende rendir un homenaje a las mujeres de su vida: a sus abuelas, a su madre, recientemente fallecida, a sus tías, a las vecinas del pueblo, a sus amores…

De ellas guarda el bailaor infinitos recuerdos, sentimientos sin duda reales, pero difíciles de trasladar a la escena pues, paradójicamente, la verdad de la calle no funciona de forma automática en el mágico y reducido espacio de un escenario.

Y esto es algo que vemos a menudo en los espectáculos de flamenco, donde la gestualidad a la que recurren sus artistas –normalmente sin preparación actoral y sin capacidad para distinguir un gesto de una acción dramática- se vuelve redundante, visto que el flamenco, el baile en este caso, es capaz por sí mismo de expresar todo tipo de emociones y de hacerlas llegar al corazón del espectador.

Entre mujeres es sin duda un trabajo honesto. Su director, David Fernández Troncoso, lo ha limpiado y ordenado con buen oficio –que no es poco- dividiéndolo en siete escenas en las que se ilustran o recuerdan con gran claridad las diferentes etapas de la vida del bailaor, partiendo de una infancia en las que hasta las canciones infantiles de la televisión se arromanzaban y se cantaban en Alcalá a ritmo de bulerías.

La narración dramática está muy cuidada y llena de detalles, aunque en su legítima huida de los tópicos se lleva consigo también una gran parte de la emoción y de los aromas que impregnan la vida de un pueblo andaluz de cultura flamenca.

En las mujeres –ataviadas con un extraño vestuario que nos traslada… no se sabe adónde- no nos resuena ese mundo femenino de caderas anchas y moñas de jazmines, de sillas en la puerta, de riñas y carantoñas a partes iguales, de nuestra infancia. Ni el asimétrico tocador, alegoría del camerino, ni los aviones que se proyectan en el muro del castillo nos arrastran tras al artista en sus éxitos por el mundo.

Tampoco llegamos a sentir el aroma de su pueblo, el pueblo donde Joaquín el de la Paula y Manolito de María, desde sus pobres cuevas, sin grabar un solo disco, le dieron dignidad y categoría al flamenco.

Porque tal vez sea eso, que la mayor verdad de Javier Barón, lo que siempre le ha permitido expresar su rico mundo interior, que es el flamenco, está excesivamente diluido en el espectáculo.

Es cierto que hay dos magníficas cantaoras, Natalia Segura y una Melchora Ortega tan generosa como llena de flamencura, pero las guitarras extraordinarias de Gutiérrez y Patino pasan casi desapercibidas, como si estuvieran al servicio del bajo y el teclado. Y hay muchos otros elementos que, al margen de su calidad individual, aportan bastante poco al objetivo de la pieza.

Al final del espectáculo, Barón solo, por soleá. Al final del espectáculo, Barón solo, por soleá.

Al final del espectáculo, Barón solo, por soleá. / Lolo Vasco

Porque al final de la calurosa velada, lo que nos llevamos es esa escena inicial de Barón por bulerías rodeado de féminas, y el hermoso apunte por tarantos de Barón, y la alegría, ágil y nerviosa, de Barón, y la soleá, esa soleá de Alcalá pausada y majestuosa que el bailaor, solo en el escenario, en su espléndida madurez, nos regaló antes de marcharse.

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