Monkey Week

Lecciones de clase con Lee Fields

  • La tardía estrella del 'soul' clásico brilló con especial intensidad en una última jornada en la que destacaron también el rock visceral de Miraflores y el sofisticado 'dance' de Delorean.

Carentes todos, pobres mortales, del don de la ubicuidad, los espectadores de la primera y recién clausurada edición del Monkey Week en Sevilla se han pasado el fin de semana entero consultando horarios, sopesando los motivos a favor de estar aquí y no allá. Ante la abrumadora y estresante cantidad de actuaciones -cuestión ésta que tal vez merezca, como mínimo, un debate en profundidad de cara a futuras ediciones de la cita-, y acusando ya el cansancio motivado por la maratoniana jornada del viernes, la tarde-noche del sábado tocó un poco de pausa, a la espera de la prioridad marcada en rojo en la agenda: Lee Fields en el Teatro Central.

Entretuvimos la espera hasta entonces en La Caja Negra, con Yellow Big Machine y su rock a todo trapo, atravesado por esa emotividad tensa y cortante, tan visceral como melódica, del hardcore noventero; después en el Teatro Alameda, con el pop electrónico de Perlita, tan lúdico y expansivo como cabía esperar, aunque echamos de menos uno de sus mayores encantos, esas texturas esponjosas que lucen, radiantes, sus canciones registradas en estudio; y más tarde, en el escenario instalado en el garaje subterráneo del hotel Patio de la Cartuja, con My Expensive Awareness, el nombre algo farragoso bajo el que este quinteto zaragozano, adepto a esa arrolladora ola de neopsicodelia ante la que ha caído rendida la juventud mundial, factura un rotundo space rock lleno de guiños -desde clásicos, tipo The 13th Floor Elevators, a modernos, pongamos los inevitables Tame Impala- administrados con gusto, turbiedad lisérgida y notable pegada.

Y estamos ya, por fin, en el Central. No mucho público (una lástima), aunque más numeroso que el que acudió a escuchar la jornada anterior a Michael Rother (otra lástima, y bien grande). Una banda portentosa, The Expressions: compacta, precisa, impecable, tan brillante como admirablemente discreta, todo -guitarra, bajo, batería, teclados, trompeta y saxo en registros siempre sutiles y elegantes- inequívocamente al servicio del jefe. Que aparece, pequeñito y feliz, luciendo una chaquetilla de estampado imposible, dispuesto a no ahorrarse ni un solo segundo de disfrute en esta segunda o tercera oportunidad, o tal vez la primera a lo grande, que le ha dado la vida. A la tercera canción la temperatura del recinto había cambiado ya -más calurosa, más íntima- y uno a uno, mientras tocaban palmas y le hacían los coros, los espectadores se habían metido, entregados, sonrientes, en los bolsillos de Lee Fields. Centrado en dos de sus últimos discos, Emma Jean y Faithful Man, el repertorio lució más vigoroso y jaranero, aunque sin renunciar nunca del todo a la contenida finura que se ha convertido en la rúbrica personal del cantante, dueño a sus 65 años de unas facultades vocales y de una variedad de registros que casi desmienten su edad. Soul clásico, envejecido en barrica de maderas nobles, cuya intensidad moduló Fields en algunos momentos para entregar cortinillas, pequeños números de llamada-y-respuesta y pasajes de nervio rítmico en los que los pies y las caderas se movían solos, dominados por la tesitura funk con la que se dio a conocer hace muchísimos años el músico, cuando no era todavía más que un discípulo aplicado de ese visionario vanguardista que fue James Brown; antes de ser alguien, con toda justicia y pleno derecho, en el grandioso reino de la música negra. La expectativas eran muy altas, y aun así Lee Fields ofreció, no diremos que el mejor (para gustos...), pero sí, seguro, el concierto más bonito y conmovedor de un intensísimo y atiborrado fin de semana.

De semejante baño de placer y emoción pasamos, sin más transición que la distancia que separa el Central de la sala Holiday, al mal rollo de Miraflores. Glorioso mal rollo. A la espera de nuevo (y muy esperado) material que llevarse a los oídos, la actuación sirvió al menos para refrendar el gran estado de forma de la que es una de las bandas más personales y arrolladoras de Sevilla. No sólo tienen grandes canciones en esa onda turbia e infecciosa que une tanto a los Scientists como a los Stooges o The Birthday Party; es que además suenan como un grupo así tiene que sonar: crispado, primitivo, en trance. Como el rock debería sonar siempre. O eso al menos piensa uno cada vez que los escucha. La montaña rusa de la noche acabó, al menos para quien escribe, en el Teatro Alameda, con Delorean, que siguen ejerciendo con solvencia de grupo con certificado internacional Pitchfork: dance-pop de última generación, tremendamente eficaz, sofisticado hasta el último detalle y por eso mismo también algo frío; la gente bailó de lo lindo, conste esto también.

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