El valor de la resistencia
Los días felices | Crítica de teatro
La ficha
*** 'Los días felices'. Pablo Messiez / Centro Dramático Nacional / Buxman Producciones. Autor: Samuel Beckett. Versión y dirección: Pablo Messiez. Intérpretes: Fernanda Orazi y Francesco Carril. Iluminación y vídeo: Carlos Marquerie Escenografía y vestuario: Elisa Sanz. Espacio sonoro: Óscar G. Villegas. Lugar: Teatro Central. Fecha: Sábado 21 de noviembre. Aforo: El permitido.
Como premisa, hay que decir que, en estos momentos, presentar un título como Los días felices es un acto indudable de valentía. En primer lugar, porque es, sin duda, una de las grandes piezas de Samuel Beckett (1906-1989). Su originalidad formal impide encuadrarla en un movimiento literario concreto y su humor, irónico y corrosivo, es absolutamente inimitable e inconfundible.
En ella, como en toda su obra, el autor logra expresar, en un equilibrio perfecto, su convencimiento de la inutilidad de nuestra existencia en un mundo absurdo o, cuanto menos, incomprensible, y el apego feroz a la vida que todos podemos sentir, incluso en las condiciones más extremas.
Una contradicción que hace que su teatro exija, por un lado, unos actores y unas actrices poliédricos, descomunales y, por otro, un público abierto, capaz de acompañarlos sin prejuicios, a sabiendas de que no va a pasar absolutamente nada. Aunque, como en este caso, aparezca una pistola en escena, no hay, en efecto, ni un solo suicidio en las obras del escritor irlandés.
Los días felices se estrenó en Nueva York en 1961 y, al contrario que Esperando a Godot, frecuente ejercicio en las escuelas de teatro, solo grandes actrices se han atrevido a afrontarla desde entonces. Valgan como ejemplos la interpretación de Madeleine Renaud en París, la de Giulia Lazzarini en el Piccolo de Milán (con dirección de Strehler) en 1982 y, en España, la primera de Maruchi Fresno (1964), o, posteriormente, la de Vicki Peña.
El autor y director argentino Pablo Messiez, invitado habitual del Teatro Central, siempre se había declarado admirador ferviente de la pieza y, cuando al fin se decidió a montarla, con la participación del Centro Dramático Nacional, no podía elegir a otra actriz que no fuera Fernanda Orazi, con quien ha trabajado nada menos que en nueve ocasiones. En ella y en las luces de Carlos Marqueríe ha confiado el director la parte principal de este trabajo que vio la luz en el Teatro Valle Inclán de Madrid en febrero de este año, pocos días antes de que nuestro mundo, esta vez el de todos, adquiriera tientes casi tan absurdos como los de las ficciones de Beckett.
Orazi, más joven y más delgada que las otras Winnies, asume el reto de interpretar a una mujer enterrada hasta la cintura en una montaña de hierba seca que Messiez y Elisa Sanz han convertido en una montaña de escombros ardientes bajo un sol abrasador. En el segundo acto, Winnie se habrá hundido en ella hasta el cuello.
En esa situación que nada explica ni justifica, con la única compañía, al otro lado del montículo, de su marido Willie -magnífico Francisco Carril en sus breves apariciones-, Winnie no admite su derrota y con una férrea voluntad se dedicará a repetir neuróticamente los mismos gestos que hacía en otros tiempos, en sus días felices; a recordar versos e historias antiguas, a hablar, hablar y hablar. Durante una hora y media nos arroja un verdadero aluvión de palabras que no tienen otro fin que el de llenar el vacío. El de sus días, transcurridos entre los dos timbres que la hacen dormir y despertarse, y el vacío de su vida, que no deja de ser también la nuestra.
Su apego a la vida le hace crear un muro de resistencia inquebrantable. Tan sin resquicios que el personaje, a pesar de las magníficas dotes de una Orazi que nos recuerda mucho a la rubia simplicidad de Marilyn Monroe, se convierte casi en un estereotipo en el que muchos no logramos encontrar ese sutil hilo beckettiano que une lo trágico y lo cómico -se oyeron pocas risas en la sala-, la fuerza y la fragilidad; ese equilibrio que, sin llegar nunca al desgarro o a la sensiblería, mantiene en vilo al espectador. Eso que hace de Los días felices la pieza de un Nobel.
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