El de Fanny Mendelssohn es un caso paradigmático de la consideración de la mujer en la Música en la Europa del XIX. Tras una refinada y exhaustiva formación y a pesar de vivir en una familia de amplísima cultura y de revelarse en ella una innata predisposición hacia la composición, ni sus padres, ni su esposo y ni siquiera su propio hermano Felix le permitieron dedicarse profesionalmente al Arte y la dirigieron hacia la vida de esposa y madre. Muestra de su temprano talento son las dieciocho canciones sobre textos franceses que compuso entre los quince y los diecisiete años. Evidentemente son piezas que deben mucho a la estética de salón. Estróficas las más de ellas, se fundamentan sobre un melodismo a veces cargado de ingenuidad, pero siempre elegante y no carente de inspiración en algunos casos.

Canciones, pues, para que una cantante de fino estilo expresivo como Rocío de Frutos pudiese desplegar a placer sus virtudes. La voz fluye siempre con una naturalidad aplastante, sin forzar nunca la emisión, con una manera de articular las frases llena de ligazón y de fluidez. Así, en la Chanson des bergères se instaló en una línea cantable, en un legato de suma delicadeza en el que se iban enlazando notas y frases como en un collar; pero, como en otras canciones, con la capacidad para ir regulando el sonido en función de las necesidades expresivas tanto de los textos como de la propia melodía. Aquí, como también en Zoraide, Unique object o en Némorin II, su manera de apianar, de adelgazar el sonido en diversos grados de regulación estuvo al servicio de la expresividad. Sonido que cuando era necesario se engrosaba en un crescendo muy bien administrado, como el de Mon coeur supire.

Rojas tuvo algún momento complicado en Némorin, pero el resto del programa estuvo correcto y atento a secundar los juegos de dinámicas de la cantante.