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Labourdette & Guerrero | Crítica

Canciones de amor y de muerte

Natalia Labourdette y Victoria Guerrero en el ensayo matinal previo a su concierto

Natalia Labourdette y Victoria Guerrero en el ensayo matinal previo a su concierto / Juan Carlos Vázquez

Aunque no es la primera vez que se la escuchaba en Sevilla haciendo canción de cámara, Natalia Labourdette se ha hecho un nombre en la ciudad (y va camino de ello en todo el mundo) gracias a sus roles operísticos (su debut inolvidable como Nanetta en Falstaff, su Despina en Così fan tutte como puntos álgidos, aunque también ha cantado ópera del siglo XX y actual: la última, hace sólo dos meses, La mujer tigre en el Lope de Vega). Quiero decir con esto que se trata de una voz bien educada y formada para la lírica, de naturaleza si queremos operística, como se aprecia en una proyección canónica que llenó la sala del Turina con una penetración en la región aguda brillantísima, aunque nunca estridente, y unos graves consistentes.

La voz de lírico-ligera es homogénea, fresca, luminosa, sensual, está siempre bien colocada, y la cantante tiene la inteligencia y la musicalidad adecuadas para manejarla con la plasticidad que exige un repertorio como este. En realidad, hay que ser muy atrevidas para debutar en disco (pues este recital tenía como objetivo la presentación de su primer disco: aunque no se comercializará en redes y tiendas hasta junio, lo recomiendo ya, sin reservas) con un programa titulado (petite) MORT (así lo quieren escrito ellas; ya saben que es el término francés para definir el orgasmo), un programa que se acerca a obras no demasiado frecuentes del repertorio (las de Korngold y Barber muy infrecuentes, diría yo) que hablan (muchas veces en clave simbólica o surrealista) de éxtasis amorosos y sexuales, pero también de ausencia, soledad y dolor.

Con una Victoria Guerrero atentísima a cada inflexión de la voz de su compañera, asumiendo un protagonismo absolutamente paralelo en la puesta en escena de estos auténticos dramas poéticos,  lo que mostró con una variedad de colores y de dinámicas extraordinaria, Labourdette fue creciendo desde unas canciones juveniles de Berg de arranque un tanto frío en lo expresivo (la perjudicaron sin duda los aplausos extemporáneos), aunque ya imponente en poderío físico, potencia y plenitud de medios, hasta un Turina exultante. Entre medias cabe destacar el toque de humor en Poulenc, donde la voz se hizo casi líquida, de melancolía dulce en Fauré, el poder sugestivo de su declamación (maravillosos Au cimetière de Fauré o el Solitary Hotel de Barber, en el que por momentos parecía que era ella la que hacía el acompañamiento a la cantinela deliciosa del piano), la intensidad de Korngold, muy exigente en la región aguda y con pequeños detalles misteriosos como ese final de "Mit Dir zu schweigen" en que sobre la expresión "ewige Stille" ("eterno silencio"), el sonido va muriendo en una languidez extática por completo orgásmica. Y siempre, siempre detrás de todo la calidez y el matiz preciso sobre cada sílaba, sobre cada afecto. Será grande en la ópera, pero en esta voz hay ya también una enorme liederista.

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