La muerte de un minotauro | Crítica de Danza

Un Olmo de fragancias tavorianas

Rubén Olmo en el papel del minotauro

Rubén Olmo en el papel del minotauro / Festival de Itálica

Parece que los dioses se conjuraron todos para dar brillantez a la inauguración de un Festival que, con sus altos y sus bajos, lleva más de un cuarto de siglo llenando de danza distintos espacios de la ciudad romana de Itálica.

En una espléndida noche de verano, con muchos bailaores y bailaoras jóvenes entre el público que llenaba las gradas, el estreno absoluto de la primera producción del Festival, La muerte de un minotauro, ocupó un escenario –el del Teatro Romano- cada vez mejor equipado desde el punto de vista técnico y de iluminación.

El responsable de la propuesta, un Rubén Olmo en plena madurez artística, ha realizado un trabajo que, sin pretenderlo, se ha convertido en su despedida de Sevilla, de la que se marcha en breve para dirigir el Ballet Nacional de España. Una obra que lleva el subtítulo de Homenaje a Salvador Távora, absolutamente necesario para entenderla en toda su complejidad.

En este particular homenaje, Olmo se ha acercado al director teatral recientemente desaparecido con un gran respeto, pero sin complejos ni cortapisas, desde su condición de bailarín y de sevillano del Cerro del Águila. Y aunque confiesa que su fuente directa ha sido el tavoriano Picasso Andaluz o la muerte de un minotauro, de 1992, hay en la pieza de Olmo otras muchas fragancias del teatro de la Cuadra y, en especial, de su inolvidable Las Bacantes.

Sin intentar copiar su lenguaje, ni esa geometría que sólo Távora era capaz de convertir en teatral, Olmo, formado en el rigor de la danza, se permite a sí mismo, al igual que Távora, expresarse con toda libertad y acercar la mitología a la cultura andaluza y flamenca.

En primer lugar, toma lo que le interesa del célebre mito para hacer un gran espectáculo musical y dancístico: la idea del laberinto, que sugiere con las luces y con unos cubos que los propios intérpretes mueven por el escenario, y de las siete mujeres y siete hombres que Atenas debía ofrecer en sacrificio cada nueve años, el coreógrafo se ha quedado con ocho doncellas. Ocho estupendas bailaoras que, sin perder su fuerza individual, se mueven casi siempre en forma coral, llenando su lenguaje flamenco -especialmente en los movimientos de sus manos y, en la segunda parte, de sus cabelleras- de reminiscencias griegas y minoicas y rodeando a un minotauro muy alejado del arquetipo original.

Una imagen de conjunto del Teatro Romano con los músicos en el foso. Una imagen de conjunto del Teatro Romano con los músicos en el foso.

Una imagen de conjunto del Teatro Romano con los músicos en el foso. / Festival de Itálica

Luego está esa mezcla tan tavoriana de lenguajes y de músicas en la que falta el cante, sustituido tal vez por las palabras del coro femenino Lux Aeterna. Hay una unión perfecta entre la danza clásica y la flamenca. La vemos en la figura del minotaruro, que Olmo, con su gran perfección técnica, delicado y enérgico al mismo tiempo, humaniza hasta convertirlo en un ser introvertido, que gira sobre sí mismo en lugar de embestir a las mujeres que invaden su territorio. Un ser tan acorralado como sus víctimas, con las que desarrolla escenas corales de gran belleza, y tan humano que casi no sorprende cuando, cubriendo su animal desnudez con un vestido de cola, se prepara para su muerte en la escena más flamenca, claro homenaje a esa gran Bacante de Távora (admirada en extremo por Olmo) que fue Manuela Vargas.

Y la vemos también en el hermoso paso a dos entre Ariadna y el griego Teseo. Fantástica la bailarina de clásico Diana Noriega y realmente extraordinario Eduardo Leal, que renuncia aquí a su enorme flamencura en favor de una fortaleza rotunda aunque no exenta de delicadeza, al igual que en la fragilidad de Noriega se adivina la fuerza inquebrantable de la enamorada hija de Minos.

Eduardo Leal y Diana Noriega, Teseo y Ariadna, en su hermoso paso a dos. Eduardo Leal y Diana Noriega, Teseo y Ariadna, en su hermoso paso a dos.

Eduardo Leal y Diana Noriega, Teseo y Ariadna, en su hermoso paso a dos. / Festival de Itálica

Hay también una mezcla de músicas, o mejor dicho de músicos –Bustos y su orquesta, el piano de Alejandro Cruz y el estupendo trío de flamencos-, en pro de un equilibrio y una brillantez carente de estridencias. Preciosas las composiciones de Bustos, pero también suenan a gloria la soleá, la zambra y la seguiriya. Y ese pasodoble fúnebre final con que la Banda de las Tres Caídas, llegada al foso a golpe de llamador, acompaña el sacrificio del Minotauro.

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