Orquesta Barroca de Sevilla | Crítica

Vivaldi en el país de las maravillas

Un momento del concierto de la Orquesta Barroca de Sevilla en el Maestranza

Un momento del concierto de la Orquesta Barroca de Sevilla en el Maestranza / Guillermo Mendo (Teatro de la Maestranza)

Es bien sabido que Vivaldi no solo provocaba entre su público emoción y admiración, sino, sobre todo, asombro, de manera que quien pretenda transmitir la esencia de su música ha de suscitar en el espectador la sensación de meraviglia, de asistir a un evento excepcional. Bien lo lograron este viernes la Barroca con Marcon al frente y la violinista Chouchane Siranossian, cuya técnica, desusada en el mundillo barroco, le permitió pasar sin el menor agobio no solo por las dificultades técnicas de las famosas 'estaciones' vivaldianas sino por las aún más complicadas del 'Grosso Mogul'.

Aunque el título de ese concierto sea más o menos casual su música no deja de traer un sabor orientalista muy propio de la Venecia del XVIII –siempre cercada por el turco– en el que se sintió muy a gusto la Siranossian, de origen armenio. Su endiablado arco entra siempre en la cuerda de forma poderosa –algo importante tocando cuerdas de tripa en una sala del tamaño del Maestranza– y posee mil recursos para decir las notas; junto a él, una mano izquierda de afinación realmente asombrosa desplegó un enorme abanico de ataques, articulaciones y ornamentaciones que son imprescindibles para dar vida a una música, la barroca, que aún no había roto el cordón umbilical con la folclórica y en la que el suonar parlante, la capacidad de hacer hablar al instrumento, es imprescindible. Igualmente barroco es el horror vacui: la violinista francesa adornó e improvisó con imaginación en cada nota larga, llevando ese arte a altas cotas expresivas en el Tartini que sirvió de propina.

Conocedor muy profundo del estilo vivaldiano y compañero ya de muchas aventuras de la violinista, Andrea Marcon sacó lo mejor de la Orquesta Barroca remarcando siempre ese sentido casi oral de la música. Muy detallista, bien conectado con la orquesta desde el clave y a través del concertino Cicic, modeló con inteligencia las frescas melodías vivaldianas (esos acentos en el ritornello de arranque de La Primavera) y remarcó los efectos programáticos: los perros de la siesta ladraron como casi nunca, reforzados además para la ocasión por las toses del público maestrante, siempre amplificadas por la sobrevalorada acústica del teatro. Marcon sacó colores de la paleta tímbrica orquestal sin renunciar a un sonido terso, y la orquesta respondió con buen empaste (desajustes apenas en algún unísono vertiginoso de los violines) y buena proyección de sonido, más nítido este en la parte aguda del espectro que en unos bajos algo borrosos –cosa probablemente, de nuevo, de la acústica–.

El triunfo fue importante para la OBS, que se enfrentaba a una ambiciosa cita convertida para la ocasión en pequeña orquesta barroco-sinfónica de veinte componentes, a rebufo del montaje simultáneo de la ópera Alcina. Bien aprovechó la ocasión para lucir la calidad de sus chelistas, llenar de sonido una gran sala y visitar un repertorio que, tal vez precisamente por archiconocido, ha sonado pocas veces en Sevilla en manos de su intérprete más natural.

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