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Crítica de Danza

Partículas a borbotones

Israel Galván, creador de esta obra coral, en plena acción.

Israel Galván, creador de esta obra coral, en plena acción. / jean louis duzert

Tras un largo periplo en el que Israel Galván ha ido afinando su último trabajo, marcado por la polémica desde su estreno en el Festival de Aviñón, anoche por fin, con las localidades agotadas, llegó a su ciudad con La fiesta.

El arranque, sencillamente genial, nos transporta en un santiamén a un mundo sin reglas. Nos acordamos de Kusturica y también de su anterior espectáculo, Flacomen. Pero si éste era un puro gozo de principio a fin, pronto veremos que la fiesta a la que nos ha invitado el bailaor sevillano es algo mucho más duro de digerir. En primer lugar, porque, más que con la alegría, la pieza de Galván tiene que ver con la resaca del día después, con ese vómito mañanero en el que, junto a la última copa mal digerida, aparecen fragmentos hasta de la primera papilla.

Probablemente éste era un espectáculo necesario para el artista, una nueva catarsis en su camino de liberación. Porque no cabe duda de que esta fiesta, más agria que divertida, arranca de su infancia, de esas salas de fiestas en las que sus padres trabajaban mientras él, en su duermevela, iba impregnándose de mil partículas sonoras que ahora le salen a borbotones, mezcladas sin orden con todo lo vivido después.

Y ese entramado musical y sonoro, serializado, casi pulverizado a veces; ese ritmo incesante hecho de unidades expresivas aparentemente disparatadas, es lo que mantiene en pie un trabajo, bastante hermético para el público y con evidentes caídas de ritmo, que hubiera necesitado -en nuestra opinión- una labor mucho más contundente de dirección escénica.

El puzle sonoro lo van rellenando con mil teselas artistas con lenguajes y actitudes tan diferentes como la Uchi y la cantante tunecina Alia Sellami, como la violinista Eloísa Cantón y Bobote o Caracafé, como Ramón Martínez y Alejandro Rojas Marcos; o como El Niño de Elche, el gran cómplice de Galván a la hora de desarrollar su lado más gamberro; aunque anoche demostró que cuando se pone a cantar flamenco, lo hace como el mejor.

Un grupo de seres absurdos en un espacio absurdo cuyos movimientos parecen salidos de un sueño. Incluso la danza gestual de Israel queda en un segundo plano hasta el generoso y alargado baile final, con un fantástico coro de bailidos y Aleluyas, digno de cualquier reunión de dadaístas.

En el terreno creativo, hay una voluntad clara de evitar completar los discursos, tanto musicales como dancísticos, así como un rechazo a la estética por la estética y una fragmentación en la que se pierde en ocasiones el aspecto comunicativo. Pero ya murieron Pierre Boulez y John Cage y han pasado tantas corrientes artísticas que nadie puede asustarse de que un arte vivo como el flamenco busque nuevos espacios de libertad. Guste o no, La fiesta es sin duda un eslabón más en el camino de Israel Galván hacia la libertad absoluta, personal y creativa. Una obra que anoche fue aplaudida unánimemente porque, sin entrar ya en la manida polémica sobre lo que es flamenco y lo que no, todos somos conscientes de que este artista, por encima de todo, posee un talento descomunal, una enorme generosidad y una técnica privilegiada que él ha decidido poner al servicio de la honestidad y la sinceridad; para exponerse en lugar de ocultarse.

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