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EL GATO MONTÉS | CRÍTICA

El imposible verismo sevillano

Juan Jesús Rodríguez como El Gato Montés.

Juan Jesús Rodríguez como El Gato Montés. / Antonio Pizarro

Raúl Vázquez ha hecho un serio esfuerzo para dignificar el argumento de esta ópera y para despojarla en lo posible de los clichés, tópicos y estampas con el que tan fácil es asociarla. No es tarea fácil, porque desde la trama argumental hasta los diálogos la obra se viene abajo, no resiste el mínimo análisis. Por ello el director de escena ha optado por obviar las referencias visuales más explícitas y por plantear un escenario único polivalente y dejar a la imaginación del público, con la ayuda de leves pinceladas, la ubicación del argumento. El resultado es bueno, si bien hay detalles, sobre todo en la iluminación, que podrían haberse cuidado algo más, porque oír el elogio del sol de Andalucía y ver un fondo negro sobre la escena no ayuda precisamente a ubicarse. Con un vestuario vistoso y colorido y unas coreografías someras y bien enlazadas con el desarrollo dramático mediante alusiones, la dimensión escénica ofrecida en el Maestranza fue más allá de la corrección.

No podemos decir lo mismo de la dirección musical. Oliver Díaz no parece haberse dado cuenta de que la mayor parte del tiempo la orquesta está doblando a las voces (vicio muy común en la zarzuela del primer tercio del siglo XX heredado del verismo italiano) y que, en consecuencia, hay que controlar mucho las dinámicas orquestales si no se quiere tapar a los cantantes. Pues bien, eso es lo que pasó desde principio a fin de la función, con un muro sonoro que se elevaba desde el foso y que filtraba sistemáticamente el sonido que venía del escenario, contribuyendo más a una sensación de confusión sonora que de concertación. Por otra parte su dirección fue de brocha gorda, más atenta a los efectos y con un sonido más de banda que de orquesta.

El verdadero triunfador de la noche fue Juan Jesús Rodríguez. Es impresionante escucharle (es el único al que la orquesta no conseguía cubrir) con esa voz poderosa, de color bellísimo, densa, de proyección apabullante y con un fraseo lleno de fuerza dramática. Una voz que también supo plegarse en los momentos más líricos sin por ello perder ni color ni presencia. Lástima que no podamos verlo por aquí más a menudo en su especialidad, la de los barítonos verdianos. Antonio Gandía defendió con garra su parte, con su voz lírica de tintes ligeros en el color, pero con fuerza para proyectar los agudos. No sé si será una cuestión puntual o si éste es el estado actual de su voz, pero Mariola Cantarero ofreció la interpretación más pobre que le recuerdo en este teatro. Con voz tremolante, afinación errática y agudos (a los que accedía con dificultades) chillados, su Soleá fue lastimosa, apenas audible en muchos momentos. También sobrado de vibrato pero con mejores recursos musicales y actorales, Orfila fue un simpático cura de misa, olla y toros. Contundente y muy interesante el Hormigón de Campero y solventes María Rodríguez y Sandra Ferrández. De entre los personajes secundarios destacaría la voz cada vez mejor y más atractiva de Andrés Merino como Pezuño. Estupendos, como siempre, los miembros de la Escolanía de los Palacios y el Coro del Maestranza, muy empastado y de sonido brillante.

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