Las 'Pensadoras' de Anna Jonsson
Arte
A las obligaciones tradicionales que la sociedad patriarcal impone a las mujeres -desde el trabajo doméstico a la satisfacción del varón, pasando por el énfasis de los propios encantos- la época moderna añadió otras como el trabajo asalariado o profesional, y hoy, a todo ello hay que unir el dolor que produce la realidad de la violencia de género y la desazón provocada por la discriminación aún más dura que imponen a las mujeres otras culturas.
Anna Jonsson, que nació en Skellefteå, Suecia y terminó viviendo en Sevilla donde se licenció en Bellas Artes, ha reunido algunas de esas obligaciones y pesares que soportan las mujeres en algo que algunos llamarían retablo y otros designarían sucedáneo del pliego de cordel. Como en los antiguos altares pero también al estilo de las viñetas de aquellas hojas que se cantaban y vendían, Jonsson ha reunido en un mural pequeños pero expresivos trabajos que dan cuenta de esas contradicciones de nuestra época: enmarcada por una historiada moldura, el rostro de una mujer, sonriente y convencionalmente atractivo, pero surcado por huellas quizá del tiempo quizá de malos tratos; en otra imagen, la lapidación de una joven islámica, entre el ritual y el espectáculo, con un texto al pie breve y cruel: Rock'nd Roll; en otra pieza, una joven carga con la contradicción de las mujeres que asumen la discriminación que les impone su propia cultura.
Así descrita, cabría pensar que la instalación roza el panfleto y posee las luces y las sombras del discurso ideológico. No es así. Jonsson confiere a la obra un eficaz distanciamiento gracias en parte a un ácido humor y sobre todo por su propio posicionamiento: el ideólogo tacha al mundo de absurdo y cruel, y lo hace creyendo tener el remedio de tanto disparate; Jonsson por el contrario, muestra el dislocamiento de las cosas desde su propio desconcierto, sabiendo que ni ella ni nadie pueden escapar de él.
Quizá esta sea la clave de sus Pensadoras: pequeñas figuras femeninas, sentadas, la cabeza sobre las manos, como el sesudo varón esculpido por Rodin. Pero las diferencias son elocuentes. Aquel varón parecía situado en los límites del mundo, su desnudez y la de la roca sobre la que se sienta son un canto a la abstracción y al pensamiento puro, y sus ideas -a juzgar por su rostro- deben tener alcance singular. Las chicas de Jonsson se sientan sobre algo parecido a aquellas setas que en los cuentos infantiles daban cobijo a los gnomos, como si frente a la fe varonil en el pensamiento abstracto, ellas no hubieran perdido la confianza en la imaginación, esa capacidad que un antiguo pensador calificó de arte oculto del alma humana. Ataviadas además de diario, casi de casa, parecen anteponer a las ideas elevadas la reflexión sobre la prosa cotidiana que es donde se plantean los problemas reales y donde, si la tienen, pueden encontrar solución. Tal vez por eso sus rostros han cambiado la expresión heroica por la de agobio: vivir, al fin y al cabo, no es nada fácil y estas mujeres no están dispuestas a cambiar tal dificultad por un pensamiento que puede ser tan elevado como narcisista. Las pensadoras poseen finalmente ese toque de ironía que tiene la virtud de quitar importancia a la obra. Es sin embargo una ironía honda: produce una sonrisa que uno se lleva a casa, que permanece. Como la del Gato de Cheshire que tanto sorprendió a Alicia.
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