Volvió la música al Maestranza, y aunque las restricciones de última hora redujeron el aforo a poco más del 10% de sus posibilidades, la magia emergió una vez más de su escena para hacer a los presentes partícipes de una celebración en torno a la belleza compartida que parece valorarse más en días tan extraños.

La voz de Ángeles Blancas ha perdido algo de esa proyección poderosa y radiante de antaño, aunque la cantante conserva su instinto dramático, su absoluta entrega expresiva, que se hizo racial y apasionada en sus intervenciones en El amor brujo, especialmente, en una temperamental casi hasta lo brusco "Danza del juego del amor".

Hay veces que esa pasión juega malas pasadas en material tan sensible como el de las Canciones españolas, pero Juan Luis Pérez acompañó con exquisito cuidado y embridó a la cantante con un absoluto rigor rítmico y unos tempi en general lentos, que favorecieron la claridad articulatoria y frenaron el riesgo del excesivo énfasis. El "Polo" final fue, no obstante, tan desgarrado como toca.

En formación clásica (entre 35 y 40 profesores), la ROSS sonó con un perfecto equilibrio entre el empaste y la claridad textural. En obra de tantos claroscuros como El amor brujo, Pérez supo crear el sortilegio del misterio de la noche o el fuego (¡qué belleza el inicio en las violas!) y desplegar el color y el brillo del amanecer final o reforzar el vigor, como en esos acentos bien marcados de la "Pantomima", magistralmente contrastados luego con sus evanescentes pasajes líricos, muy señalados los solos de violonchelo y violín.