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ROSS. Gran Sinfónico 1 | Crítica

Alfa y omega de románticos

Marc Soustrot dirigió tocado con una gorra por una reciente (y leve) intervención quirúrgica. .

Marc Soustrot dirigió tocado con una gorra por una reciente (y leve) intervención quirúrgica. . / Guillermo Mendo

En el Triple concierto de Beethoven hay algo de espíritu rococó, algo cercano a las sinfonías concertantes que tanto éxito tuvieron en París a fines del siglo XVIII. No deja de resultar desconcertante que, en una obra de tan singular y desacostumbrada tímbrica, el genio de Bonn no ahondara en ella, justo en el momento en que eclosionaba su estilo heroico, con el inquisitivo talante revolucionario que mostró en otras obras de esa misma época. Se diga lo que se diga, le quedó un concierto decorativo, blando, que mira más al pasado que al futuro, muy alejado de aquellas otras partituras que estaban abriendo caminos nuevos a las formas clásicas, lo que permitió a estas resistir incólumes todo el XIX. Mahler las recibe ya en la última década del siglo para ensancharlas, tratando de encontrar recursos sonoros para llenarlas de todos los fenómenos que habitan el mundo de las experiencias sensibles.

Alfa y omega pues del siglo romántico, Beethoven y Mahler sirvieron para abrir la temporada de una ROSS que se mostró en perfecta forma. Con los aumentos exigidos para llegar a 60 instrumentistas de cuerda en la obra mahleriana, el conjunto sonó bien equilibrado y empastado para responder a las ideas de Marc Soustrot, que son especialmente relevantes en Mahler, un compositor muy sensible a la interpretación.

Todo empezó con un Beethoven en el que el Trío VibrArt se integró casi como si hiciera música de cámara, con sonido poco musculoso, ligero, fino, muy cantable. Un diálogo amable en el que el violonchelo de Arias fue ofreciendo casi todos los motivos que recorren la partitura con fraseo muy expresivo que luego desarrollaron sus compañeros, un Colom, delicado y siempre discreto, un Pérez Floristán con la maestría habitual en el trabajo dinámico, más exquisito y cuidado esta vez que nunca, aprovechando las extraordinarias prestaciones por brillo, transparencia y luminosidad del Yamaha último modelo que pusieron en sus manos, una necesidad (la del piano) tanto del teatro como de la orquesta; ojalá no se trate de un préstamo ocasional y ese piano haya llegado para quedarse.

Soustrot sostuvo el discurso beethoveniano con el mismo espíritu de los solistas, dialogante y claro. Mahler es otra cosa: quiso abarcar tanto el compositor, que su música admite acercamientos muy diversos. El de Soustrot resultó algo chocante por momentos: así el primer tiempo sonó muy recogido como preparando el gran clímax que está justo al final del todo; en el Scherzo en cambio destacaron los contrastes abruptos, con un trío de una cantabilidad y una sensualidad deslumbrantes, como desechando el componente grotesco de la pieza, algo que se repitió en el emblemático tercer movimiento, en el que Mahler hace coincidir el desfile fúnebre de un ataúd infantil con la ruidosa música de taberna, de tradición klezmer, que el cortejo se cruza en la calle. Pues bien, ese contraste resultó más bien romo, como si Soustrot se resistiera a pedirles a sus músicos que tocaran como Mahler les pedía a los suyos, "con toda la ordinariez, frivolidad y banalidad del mundo". Los momentos sublimes del movimiento (sublime en el sentido mahleriano) resultaron tocados con mucha delicadeza, pero acaso faltos de emoción. En el Final, todo se desató desde el principio, y la ROSS mostró algunas limitaciones: la cuerda a 60 se hizo notar, lo que unido a la incisividad del metal, perjudicaron a las maderas, algo relegadas en la complejidad de texturas de la pieza. En cualquier caso, la objeción es menor, pues el movimiento no decayó en ningún momento, manteniendo la tensión y el impulso hacia delante hasta ese final exaltado y heroico que quién sabe si Beethoven hubiera intuido ya casi un siglo antes.

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