Sara Baras | Crítica

En el reino de la luz

Sara Baras en un momento de 'Sombras'

Sara Baras en un momento de 'Sombras' / Carlos Gil

Me sigue pareciendo una bailaora necesaria. Más en tiempos de orfandad de personalidades así. No debe ser fácil ser una estrella del baile flamenco. De hecho, esta es la única que nos queda. La única superviviente de aquella explosión de popularidad para la danza flamenca que se dio a finales de los 90. Popularidad de verdad. Sus compañeros se perdieron en los oscuros brazos de la fama o de la vanidad, que tienden a confundirse y confundirlos, y ella permanece. Desde luego era la más inteligente. Eso es lo que me asombra de esta intérprete, la inteligencia que vuelve a demostrar en Sombras.

Que, a pesar de todo, es una obra luminosa. No lo puede evitar la cañaílla: lo suyo es el baile por todo lo alto, más que por todo lo jondo. Baras se despoja de la máscara, llámese Juana, Pepa o Mariana, para ser Sara. Lo fue siempre, porque la bailaora conoce a su público y el público conoce a la bailaora. Da, ni más ni menos, lo que se espera de ella: el personaje Sara Baras. Así que aquí encontramos los mismos vestidos vaporosos de altos vuelos, las mismas carretillas, las vueltas que son seña de identidad de su baile. El pretexto, como Juana o Mariana, es Sara: su baile, su farruca.

Siempre fue ella misma en todas sus obras. Con un cuerpo de baile magnífico que, pese a tener la obligación de someterse a la disciplina del grupo y de su líder, presenta personalidades notables, con características bailaoras propias. Y unos músicos magníficos y versátiles. Eso sí, el Pequeño vals vienés no funcionó. No podía funcionar la sombra en el reino de la luz.

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