Cultura

Trapiello defiende el poder de las letras para explicar la naturaleza humana

  • El poeta y narrador leonés abre la Feria del Libro Antiguo con un pregón en el que argumenta que los aficionados a los viejos volúmenes aguardan encontrar en ellos "el arcano que habla de nosotros"

Andrés Trapiello inauguró ayer en el Círculo Mercantil e Industrial de Sevilla una nueva edición de la Feria del Libro Antiguo. En su pregón, el escritor leonés señaló como el secreto anhelo que mueve a los aficionados a las librerías de viejo la aspiración de encontrar en los anaqueles un volumen que les explique a sí mismos. "Creo que la mayor parte de los que seguimos frecuentándolas, esperamos topar en alguna de ellas ese libro entre cuyas páginas se halle el arcano que habla de nosotros como ni nosotros mismos somos capaces de hacerlo: con la voz apagada, con la verdad, con el profundo sentimiento de las cosas, sin presunción, sin retórica", dijo el autor de Salón de pasos perdidos en su visita a Sevilla.

La capital andaluza ocupó uno de los primeros fragmentos del discurso, tan conciso como lúcido, con el que el escritor abrió un encuentro que se celebrará en la Plaza Nueva desde hoy hasta el 8 de diciembre. El poeta y narrador recordó que "fue en esta ciudad, en su Alameda de Hércules, en los Jueves de su calle Feria, en aquel primer Renacimiento de Mateos Gago donde se vendían los libros falsos de Rafael Lasso de la Vega entre abanicos, castañuelas y armaduras toledanas, en la que acaso fijé, más aún que en Madrid, la idea de que los libros viejos no son nada". Es decir, prosigue Trapiello, "que no valdría la pena leer sin tener presente el maravilloso olor trenzado de azahar, candelas y bosta de caballo que sólo se encuentra en Sevilla, y todo lo demás, ya sabéis, el Guadalquivir, las noches de primavera, las muchachas en flor y los paseos nocturnos por las calles desiertas de la judería".

En ése y otros pasajes del pregón, la vida y sus misterios encauzan el rumbo. No hay nada de esa meliflua reivindicación de la bibliofilia que marca otros textos de corte parecido: en la mirada insobornable de Trapiello, las librerías de viejo son "a veces covachas angostas, destartaladas, congestionadas y en un desorden doloroso y acumulativo, sumidas en una atmósfera almizclada cuando no micótica e irrespirable, negociejos regentados por figuras extrañas que han llegado a ese oficio como consecuencia de su misantropía, favorecida y simpatizada con la de tantos buscadores y clientes misántropos, extravagantes, cleptómanos, ilusos y mezquinos". El novelista confiesa que, en su juventud, cuando observaba "esas estampas de Nodier o de Daumier en las que se veía a un bibliófilo entre papelotes e infolios descomunales, sumergido en una especie de concupiscencia apergaminada y polvorienta", el sentimiento que le embargaba era "un gran desasosiego".

"¿Qué buscamos, pues, en las librerías de viejo?", se pregunta el autor, antes de reconocer su ignorancia. "No lo sé bien. Y sin embargo es tal el amor que les profesa uno, que no podría prescindir de ellas, como tampoco podría un vagabundo, tan solitario siempre, prescindir de su sombra o de su perro sin raza".

Las librerías de viejo servían, en todo caso, para recuperar "viejas obras que el tiempo había orillado de una manera inexplicable, tan injusta como caprichosa". Los motivos de este arrinconamiento se debían, resalta Trapiello, a "la inteligentzia de nuestro país, con buena parte del profesorado, la crítica y la academia a la cabeza, y, por supuesto, de muchos de los escritores y poetas en activo entonces, que hacía tiempo habían dado en pensar que todo lo español era sospechoso".

Aunque es "posible" que estos comercios minoritarios y heroicos "desaparezcan" tras la irrupción de internet, Trapiello apunta que será "poco probable", porque "los lectores sagaces del futuro necesitarán ver físicamente los libros, sostenerlos en sus manos, calibrar su peso, la calidad de su papel, el espesor de su tinta".

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