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Cultura

Vidas del arroyo

  • La última novela de Paul Auster es una obra valiosa pero fallida que pone de manifiesto una inquietante rebaja de la autoexigencia por parte del gran narrador norteamericano

La rutinaria adscripción de Paul Auster a la literatura llamada posmoderna, quiera esto decir lo que sea, no ha beneficiado el prestigio crítico del neoyorquino, que es sobre ninguna otra consideración un extraordinario fabulista. Las mejores novelas de Auster son hitos merecidos de la narrativa contemporánea, no tanto por lo característico de sus recursos como por la peculiar dosificación del asombro, la probada eficacia narrativa y una irrenunciable perspectiva ética que engrandece su trabajo como novelista. Desde un punto de vista formal, esta nueva novela demuestra el oficio de un escritor virtuoso que domina perfectamente los tiempos de la narración y el uso del punto de vista, que varía en función de los personajes que protagonizan los capítulos. El problema es que esos personajes, con alguna excepción, son demasiados y muchos de ellos endebles, a la vez estereotipados y poco creíbles.

Es bonita la afición del joven Miles, por ejemplo, que acostumbra fotografiar las casas abandonadas de los desahuciados por efecto de la debacle inmobiliaria, el rastro ajado de esas vidas paupérrimas, aunque su discurso existencialista suena artificioso y como de cartón piedra. El personaje de Pilar, una adolescente latina a la que le gusta el sexo desaforado, resulta, en cambio, abiertamente sonrojante. No deja de ser curiosa la fascinación de muchos buenos escritores norteamericanos por las muchachas menores, aunque por fortuna Auster no ha llegado, al menos de momento, a los extremos de Philip Roth, que en el invierno de su por lo demás admirable trayectoria ha elegido a menudo como protagonistas a ancianos rijosos que detallan sin pudor -ni vergüenza- sus explícitas fantasías sexuales. Ocurre como con Allen, que estas cosas pueden tener su gracia si el autor ronda los treinta años, pero empiezan a dejar de tenerla cuando sobrepasa los cincuenta.

Sunset Park se ofrece como una sinfonía coral que describe los sinsabores de una comunidad de okupas neoyorquinos y algunos otros personajes relacionados, familiares, amigos o amantes. El citado Miles está aceptablemente bien descrito, pero presenta rasgos excesivamente idealizados, como si fuera el protagonista de un videoclip de música enrollada. Hay belleza en la celebración de la ingenuidad, pero ni los protagonistas ni sus vidas, aunque individualmente bien caracterizados, acaban de seducir al lector. La variedad de los ambientes y conversaciones -hay una larga disquisición sobre un famoso filme de William Wyler, entre otras digresiones no siempre justificadas- hace que Auster pueda tratar de muchos temas interesantes, por ejemplo de la edición, a la que se dedica el padre de Miles -tal vez el mejor retrato de la novela-, pero el discurso del autor roza en ocasiones la mera glosa de la actualidad, como cuando habla de la guerra en Oriente Próximo o se refiere a la crisis económica global, esa amenaza difusa de la que viven tantos articulistas.

Otro punto débil es la inverosimilitud de algunos encuentros, un rasgo característico de las novelas de Auster que en otras ocasiones no ha disonado, porque la música del azar puede permitirse rizar el rizo si la partitura no desentona, aunque cueste creer en las voces que entonan la melodía. Ello no sucede en Sunset Park y la novela se resiente. Falta asimismo la lección moral o ésta se presenta de una manera demasiado obvia. Es de elogiar la sensibilidad social del novelista, pero servirse de una comunidad de okupas para entonar un canto a la vida alternativa -lo mejor de la novela son las descripciones de los desahuciados, a la altura de un John Steinbeck- es una opción demasiado plana que no puede convencer a quienes se baten el cobre luchando contra la miseria en los escenarios donde corresponde, menos fotogénicos pero mucho más verdaderos. Por lo demás, la convivencia de los buenos muchachos se asemeja peligrosamente a una teleserie cool, pretendidamente moderna pero sólo en apariencia comprometida, dirigida a treintañeros con inquietudes que tal vez el novelista -o su agente, o un consejero traidor- piense que forman parte de su público.

Ya hablamos aquí, a propósito del último Auster, de cierta autocomplaciencia, de una sensación de agotamiento o de epigonismo respecto de los propios logros, justamente celebrados pero cada vez, con alguna salvedad, más lejanos en el tiempo. No cabe hablar de decadencia en un escritor del que pueden esperarse -merced o a pesar de ese ritmo vertiginoso de publicación- muchas buenas novelas todavía, pero tampoco ha pasado inadvertido que sus obras más recientes, aunque con momentos brillantes y casi siempre impecablemente ejecutadas, han entrado en un cierto bucle no previsible, porque los argumentos de Auster siempre sorprenden, pero sí demasiado deudor de su propia recurrente manera. Acaso debería reflexionar a propósito del riesgo de diluir los rasgos de su indudable originalidad en una fórmula consabida. Sigue siendo un escritor excepcional, también aquí en bastantes momentos, pero debería pensarse más las novelas. Sería triste que su propuesta en otro tiempo estimulante acabara degenerando en caricatura.

Paul Auster. Anagrama, Barcelona, 2010. 288 páginas. 18,50 euros.

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