Zahir Ensemble | Crítica

Dos caras del Apocalipsis

Zahir Ensemble al final del concierto.

Zahir Ensemble al final del concierto. / P.J.V.

En 2008 dos jóvenes compositores franceses, Frank Bedrossian y Raphaël Cendo crearon el concepto de "música saturada" en un intento de superar las tendencias dominantes en la música de su país, vinculadas al espectralismo, que habían derivado en una suerte de delicado neoimpresionismo, en un refinamiento que en muchos casos empezaba a caer en el conformismo esteticista. La música saturada se propugnaba mediante un cuestionamiento de los límites y una reivindicación del exceso que habría de llevar al oyente a perderse "trazando un camino hacia un mundo inestable, salvaje y desconocido" (el entrecomillado está sacado del manifiesto que el propio Cendo publicó en 2011).

Aunque el compositor ha derivado en sus últimas obras hacia nuevos horizontes estéticos, el concepto de música saturada, lindante con la música concreta instrumental, el noise y el metal (Lachenmann de un lado, grupos como Meshuggah del otro, no están lejos), tuvo extraordinario éxito y Cendo se creó fama de enfant terrible de la música contemporánea y los imitadores le crecieron por doquier. Justo en las vísperas del Día de los Fieles Difuntos, Raphaël Cendo ha estado en Sevilla para el estreno en España de Introducción a las tinieblas, una obra de 2009, cuando la idea de música saturada acababa de ser puesta en el mercado.

En sus 45 minutos de duración la obra resume a la perfección el que entonces era el ideario del compositor: la voz de un bajo (Tobias Schlierf en este caso) y los instrumentistas (clarinete bajo, saxo soprano y bajo, fagot y contrafagot, trompa, trombón, tuba, tres percusionistas, piano, cuatro violonchelos y un contrabajo, que tiene también papel solista) son llevados a los límites de sus posibilidades sonoras, exigidos en el uso de todo tipo de técnicas, convencionales y extendidas, a lo que debe unirse la electrónica añadida (una serie de altavoces rodean la sala por sus cuatro caras) para crear un paisaje sonoro abrumador, de una complejidad extraordinaria, pero en absoluto gratuito, pues la forma sirve aquí admirablemente al fondo. 

El fondo es el Apocalipsis de San Juan, de donde salían los textos que recitaba, gritaba, cantaba, arrojaba de sí Schlierf como auténtico poseído, envuelto en un magma sonoro que dibujaba a la perfección las visiones estremecedoras del libro hasta representar un universo llevado a su total devastación, como si la ola definitiva nos engullera, como si el fuego lo rompiese todo y sólo quedaran cenizas a su paso. Una obra sin concesiones, en la que la energía no deja de empujar ni un instante, la tensión se acumula sin aparente final hasta un caos alucinatorio, que, en un esfuerzo por el análisis más elemental, apabulla, porque detrás se intuye un trabajo concienzudo sobre unos timbres que nunca le parecen al autor ni suficientemente graves ni tan percutivos como los deseara.

Como contraste extraordinario, Zahir Ensemble quiso embutir la apocalíptica y gigantesca creación de Cendo en otra visión del Apocalipsis, radicalmente diferente, la que Olivier Messiaen tuvo en 1941 al componer en el campo de prisioneros de Görlitz su Cuarteto para el fin del tiempo: el violonchelista Aldo Mata y el pianista Carlo Prampolini abrieron y cerraron el concierto con una versión contemplativa de una música que es pura contemplación, la "Loa a la Eternidad  de Jesús", música estática y extática a un tiempo, capaz de atrapar a la perfección el fervor religioso de su autor, que tanto dibujó con sonidos los goces celestiales y la gloria de la presencia divina, pues para él, el pecado carecía de interés. Envueltos aún en el maremágnum infernal de Cendo, exhaustos por exceso, Messiaen nos rescataba con la liviandad de su gracia.

No es fácil asistir a un concierto de música contemporánea que termina con todo el público puesto en pie aplaudiendo sin parar hasta que desde la misma escena llegaban señas de que había que dejarlo ya. Enhorabuena a Zahir Ensemble y a su alma mater y director, Juan García Rodríguez, por el que ha sido sin duda uno de los momentos más vibrantes en sus casi dos décadas de existencia.

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