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Cultura

Una cabeza palpitando como un corazón

  • Debate edita la biografía de David Foster Wallace, del que acaba de publicarse también un conjunto de ensayos; ambos libros ofrecen una nueva oportunidad para adentrarse en su singular universo.

Todas las historias de amor son historias de fantasmas. D. T. Max. Trad. María Serrano. Debate. Barcelona, 2013. 480 páginas. 24 euros.

En cuerpo y en lo otro. David Foster Wallace. Trad. Javier Calvo. Mondadori. Barcelona, 2013. 304 páginas. 19 euros.

Con sus frustraciones y ansiedades, con sus adicciones y obsesiones, con su conmovedora y paralizante lucha consigo mismo, con su ambigua relación con la ironía -acabaría rechazándola tajantemente- como estrategia recurrente del pensamiento y con sus frecuentes episodios de depresión clínica -la dosis (vamos a suponer que) hasta cierto punto inevitable de romanticismo con la que tantos adornaron su retrato de profeta del mayormente tedioso discurso posmoderno- construyeron críticos, editores, escritores y lectores (y hasta groupies) la imagen de David Foster Wallace como icono generacional, figura trágica y genio maudit desbordado por sí mismo en su decisión de meter la cabeza hasta el fondo del vertiginoso remolino de confusión, desencanto y Ruido Total del dichoso zeitgeist que le (nos) tocó conocer para tratar de extraer de allí algún significado elevado y perdurable.

Ambiciosa y noble empresa y tal y cual (que diría él).

Pero ese retrato, muy bonito, no es exacto. Por descontado. Ocurre con las personas que son complejas y contradictorias, y DFW, vamos a llamarlo así en alegre y económico arrebato hipster, lo fue además en grado sumo y angustioso. Como pasa con todo escritor influyente y pese a ello más citado, alabado o denostado que leído, su obra ha parecido servir muchas veces como mera excusa para justificar la existencia misma del altar supercool al que lo auparon como a una estrella del pop con la que estaba bien sintonizar (A Nivel General). Pero resulta que el hombre era escritor, que quería ser leído y entendido, y que le aturdía comprobar que muchos acudían a su encuentro más interesados en su aura de Gurú de Culto que en los escritos que habían motivado esa admiración que él, un tipo con frecuencia vanidoso y extremadamente competitivo (como revela de forma muy significativa su correspondencia con Jonathan Franzen, amigo del alma y contrincante en la lucha de modelos estéticos y por la gloria), a la postre sentiría como una paradójica y abrumadora carga, puesto que también fue enormemente inseguro y radicalmente honesto consigo mismo de un modo, además, crudo e hiriente.

Desde su irrupción con La escoba del sistema hasta su suicidio a los 46 años dos décadas después, el autor experimentó una profunda transformación tanto en sus intereses filosófico-literarios como en su expectativas más íntimas sobre la vida que aspiraba a vivir. Ese arco recorre D. T. Max en Todas las historias de amor son historias de fantasmas, la esperada biografía de un escritor fascinante, dotado con una inteligencia prodigiosa y polifacética, amén de opresiva para sí mismo y a veces algo estresante para el lector: no son pocos sus pasajes en los que se intuye una cabeza a mil por hora.

Sin menoscabo de su pulcritud difícil de discutir y de su riqueza de ideas precisas y perspicaces sobre la obra del autor, acabado el libro queda la sensación de que apenas se ha asomado, y esporádicamente, a los intersticios entre la máscara del escritor y los aspectos más profundos e impremeditados de su personalidad. Entiéndase bien que no se reclama aquí una revista de peluquería bajo la coartada literaria. Quizá es un simple y estéril acto reflejo: el de preguntarse qué, exactamente qué lleva a alguien a (casi) consumirse de ese modo, se diría que un trecho más allá de la obsesión, en la fiebre por la escritura. En este aspecto, la obra constituye un impresionante y a ratos inquietante estudio sobre la vocación como indescifrable promesa de plenitud y servidumbre.

El caso es que o bien el biógrafo decidió acotar su investigación o bien lo hizo el escritor con su propia vida -muy probablemente una combinación de ambas cosas-, pero resulta revelador cómo la dimensión más pura y comúnmente afectiva de la vida de DFW va desdibujándose conforme avanzan las páginas. Tras el relato de su infancia y adolescencia en el Medio Oeste en un ambiente doméstico de insólita excelencia intelectual que -apunta Max- evoca al de la salingeriana familia Glass, desde sus abundantes relaciones con las mujeres (que pronto adquirieron un patrón reconocible y defectuoso, determinado por la ansiedad sexual y su incapacidad para implicarse: el Egoísmo del Creador y todo eso) hasta sus amistades -y en este punto es elocuente el vínculo que cultivó con Don DeLillo, su paciente consejero literario- aparecen casi en exclusiva como episodios en relación con o supeditados a la escritura.

El libro se hace fuerte en su inmersión en el universo de un autor enormemente seductor, en el sentido de que logra con una intensidad excepcional arrastrar la mirada del lector hasta hacerla coincidir -también una vez cerrado el libro- con la suya propia. La obra de DFW está llena de momentos divertidos memorables, vaya esto por delante, pero en última instancia (sirva de conciso ejemplo el título de su novela La broma infinita, que no se refiere a otra cosa -en efecto- que a la muerte) lo que veía era triste, y relevante. Deteniéndose en las tétricas y sedantes formas de aislamiento e incomunicación en las sociedades modernas, y en la hiperbólica necesidad de entretenimiento de la gente de su país, léase de la gente de cualquier país sometido a las leyes del capitalismo en su fase de ruina moral/nihilismo/demencia, léase de tantos de nosotros, pobres diablos, "en ausencia de una idea espiritual de mayor alcance", o en la grotesca metástasis de la retórica publicitaria en los distintos ámbitos de la vida pública, centrándose en suma en la desintegración de la american way of life, acabó por renegar severamente de sus primeros pasos para acabar (sintomáticamente deslumbrado por Dostoievski) convertido en un moralista -clásico nunca formalmente pero sí en sus aspiraciones y búsquedas-que trató incansablemente de otear alguna forma válida de trascendencia entre los despojos del hiperconsumismo.

Su biografía se ofrece pues a los no convencidos de antemano -a los que sí los sabemos ya dentro- como completa introducción a las claves de un autor que forjó un estilo realmente intransferible, cerebral y a la vez juguetón y henchido de pasión. Quien escribe esto, por lo demás, es una las no pocas personas que encuentran al mejor Foster Wallace en sus textos de no-ficción. En ellos late con la misma fuerza, y acaso con menor dispersión, su prosa no estrictamente bella en el sentido (pongamos) Nabokov del término, pero sí expansiva y embriagadora, "tensa e imperativa", como la califica Max, excitada por un músculo narrativo vigoroso hasta la hipertrofia. En cuerpo y en lo otro, el libro publicado simultáneamente por Mondadori, ofrece otra muestra.

El volumen reúne crónicas, reseñas y ensayos sobre temas dispares, desde un par de piezas sobre tenis (entre ellos el dedicado a sus epifanías con el sublime Roger Federer) a una incisiva reseña sobre una antología de poesía en prosa -sea lo que sea la poesía en prosa: a él tampoco le quedó claro del todo- que se lee como un glorioso rapapolvo a quienes practican el más ridículo arribismo atrincherándose en formas literarias que se identifican y celebran a sí mismas como (supuestamente) nuevas y transgresoras; o desde una sonriente reflexión sobre el "Porno de Efectos Especiales" a propósito de Terminator 2 a un abstruso, erudito y torrencial elogio de la novela de David Markson La amante de Wittgenstein (el pensador austriaco fue una de sus grandes pasiones intelectuales) donde celebra el talento de Markson para crear desde una extraña brecha entre "la ficción a secas" y "una especie de roman à clef". Cuando este tipo de novelas experimentales no consiguen lo que pretenden, escribe, son "bastante espantosas". "Pero cuando sí lo consiguen -añade DFW en unas líneas que pueden aplicarse también a su propia narrativa- ejercen la función tan crucial como efímera de recordarnos la capacidad ilimitada que tiene la ficción para alcanzarnos y conmovernos, para hacer que las cabezas palpiten como corazones".

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