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Cultura

Una cárcel gobernada por perros

  • Sergio Galarza presenta hoy en Fnac la primera parte de su trilogía sucia y alienada sobre Madrid

El primer empleo que tuvo en Madrid el peruano Sergio Galarza fue sacar a pasear los perros de otras personas. Un servicio de lujo que su empresa cobraba barato. Durante dos años y medio, el escritor conoció los viajes de una hora en el metro, las calles de Alcorcón o Coslada "con basura desparramada al lado de los contenedores, los parques con más latas y botellas rotas que flores, la gente vestida con ropa que parece donada por la Cruz Roja de Europa del Este", un paisaje que a veces le recordaba al Cono Norte de su Lima natal.

La experiencia la revive con gafas de visión grotesca en Paseador de perros, una novela editada por Candaya, la primera de una trilogía madrileña que el coautor de Los Rolling Stones en Perú, un curioso volumen editado por Periférica en 2007, espera terminar este año, pues la segunda entrega, que titulará JFK -apodo del jefe del paseador de perros- la tiene ya escrita.

"Viví momentos desagradables que se me hacían eternos y algunos otros que recuerdo con nostalgia. Acabé siendo un confidente de los clientes, en algunos casos sospecho que la única persona con la que conversaban", recuerda Galarza, que presenta hoy el libro a las 20:00 en Fnac junto a Fernando Iwasaki. "Algunas cosas son inventadas -continúa el escritor en conversación telefónica-, pero el personaje expresa básicamente opiniones que yo comparto".

Una voz permanentemente airada, que habla "en caliente" y ventila sus descarnadas discrepancias con un lugar en el mundo donde el narrador se siente alienado, miserable y encerrado en "una cárcel gobernada por perros". La novela se estructura en capítulos breves -en ocasiones fugaces acopios de sentimientos e intuiciones-, postales sucias y brutales de un Madrid que sólo da una tregua en La Latina o Malasaña, el barrio donde vive Galarza. Fuera de ellos, la ciudad es en estas páginas furiosas un ruido desquiciante de personas frágiles y desesperadas, un anciano con un mapache enjaulado, una mujer adicta a la autoayuda y aterrada por su propio rostro, un matrimonio que espera su final con mansedumbre, todos ellos habitantes de casas deprimentes, fuera de las cuales sólo hay inmigrantes horteras y españoles que parecen inmigrantes horteras.

"Quería llamar a las cosas por su nombre. Lo que es feo sale feo y lo que es agradable, también", dice Galarza, que empezó a escribir la novela hundido anímicamente -en ella se habla de una ruptura amorosa- y la terminó con altibajos, pero repitiéndose a cada rato, "como un mantra", que "todo lo bueno se acaba". Por eso al narrador, definido en la novela como un "ladrón de intimidades", se le nubla la vista y "se dedica a hablar de lo que le disgusta, arrebatadamente". El autor califica también su obra como "una crítica al mal gusto, a la pobreza de horizontes, a la gente que se conforma con pegar un pelotazo en su vida, ganar la lotería o ser tertuliano".

Galarza concibe la escritura como una actividad visceral, de la misma manera que piensa que la literatura es "uno de los pocos espacios donde la vida puede ser completamente honesta"; por este motivo se le caen de las manos "esas novelas españolas con tono de vecinas en el portal". Fanático de La soledad del corredor de fondo y admirador de Ribeyro, Cheever o Carver, el peruano comparte ciertas inquietudes con los narradores nocilleros (por ejemplo la televisión y la música), pero no se siente un "innovador", y aunque sigue con placer a Manuel Vilas y Agustín Fernández Mallo, los ve -dice a propósito de la llamada generación afterpop- como a "esas chicas bonitas que se rodean de chicas feas para parecer más bonitas de lo que son".

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