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No les voy a decir, porque ustedes lo saben, que José Luis López Vázquez, cuyo centenario se cumple hoy, fue un grandísimo actor, no solo, pero sí, sobre todo, de comedia. Tampoco, porque ustedes también lo saben, aunque no conozcan el número exacto de sus películas –262 entre cine y televisión–, que fue asombrosamente prolífico, un incansable trabajador, un obrero a destajo de la interpretación. Lo que les quiero decir en su centenario es que este grandísimo, prolífico e incansable actor no fue reconocido por cierta crítica hasta que interpretó un personaje dramático en una película de autor presuntamente –solo presuntamente– seria, comprometida y con mensaje. Lo hago por si reconocer idioteces del pasado puede evitar cometerlas en el presente.
Cuando obtuvo el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos en 1967 por Peppermint frappé López Vázquez tenía a cuestas más de 30 años de trabajos teatrales como escenógrafo, figurinista y actor de las compañías de Luis Escobar en el María Guerrero, Conchita Montes o Carlos Larrañaga, y 16 años dedicados al cine con un frenesí estajanovista que le permitió interpretar 96 películas a un ritmo asombroso: aquel 1967 en el que recibió el premio interpretó 12.
Entre esos 96 títulos interpretados en 16 años figuran grandes películas (El pisito y El cochecito de Ferreri) y obras maestras (Plácido y El verdugo de Berlanga, dos de las más importantes de la historia del cine español) del llamado cine de autor. Grandes películas (El inquilino de Nieves Conde, Los tramposos y Los económicamente débiles de Lazaga, 091: policía al habla de Forqué, Tres de la Cruz Roja y La gran familia de Palacios, Los pedigüeños de Leblanc, Los palomos de Fernán Gómez) u obras maestras (Atraco a las tres y Un millón en la basura de Forqué) del cine comercial. E inmensos éxitos del cine más popular (Un vampiro para dos, Operación Plus Ultra, Sor Citroën, Los guardiamarinas y Los chicos del Preu de Lazaga, Operación secretaria, Operación cabaretera y 40 grados a la sombra de Ozores). Pero no fue descubierto hasta interpretar un papel dramático.
Las películas de Ferreri y Berlanga fueron muy valoradas, desde luego. Pero no le supusieron el reconocimiento obtenido como actor serio por la de Saura. Eran papeles cómicos, por mucha mala leche y carga crítica que tuvieran, y él cargaba con el fardo de su inmensa popularidad en las comedias de Lazaga, Forqué y –caso ya de unánime veredicto de culpabilidad– de Palacios u Ozores. ¡El partenaire de Gracita Morales, nada menos! Añádase el agravante de que esas películas, rodadas bajo la dictadura, se consideraban opio del pueblo.
¿Estaba encasillado en papeles de gruñón malhumorado y/o españolito caliente y gesticulante? Por supuesto. Como lo estuvieron Laurence Olivier en papeles sobreactuados con los ojos en blanco, Dirk Bogarde interpretando torturados personajes con o sin maquillaje chorreante o John Cassavetes y otras víctimas del método. Pero eran actores dramáticos que interpretaban tragedias. Por ser justos hay que decir que no se trata de un prejuicio solo español (aunque en nuestro caso estaba agravado por la dictadura y nuestra dificultad para hallar la tercera vía de Dibildos). Se remonta, si quieren, a Aristóteles y su consideración de la comedia como inferior a la tragedia. Y al desprecio hacia el público popular como garante del éxito, tan proféticamente visto por Lope ("como las paga el vulgo, es justo hablarle en necio para darle gusto") y Cervantes ("son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera, [porque] las comedias se han hecho mercadería vendible").
Tras su descubrimiento en el 67 López Vázquez interpretó otros papeles serios, es decir, dramáticos, a las órdenes de Saura (El jardín de las delicias, La prima Angélica), Mercero (La cabina), Olea (El bosque del lobo), Armiñán (Mi querida señorita), Gutiérrez Aragón (Habla, mudita), Camus (La colmena, La forja de un rebelde) o Molina (Esquilache). Y Berlanga, el director que junto a Forqué y Lazaga sacó lo mejor, por más agridulce, de su genio interpretativo, le fue fiel (Vivan los novios, La escopeta nacional, Patrimonio nacional, Moros y cristianos, Todos a la cárcel). Pero el grueso de sus interpretaciones, con una abrumadora superioridad, siguieron siendo comedias por desgracia cada vez peores conforme se pasaba del talento de un Forqué o un Lazaga y la buena factura de la comedia de los años 50 y la primera mitad de los 60 a la mala y apresurada factura de la comedia de destape o del neo astracán erótico-facha de los 70 y los 80. Con abundancia de títulos que, por respeto a su memoria, no menciono. Las últimas películas a la vez interesantes y populares que interpretó fueron no casualmente de Lazaga (El turismo es un gran invento, No firmes más letras, cielo) o Forqué (La cera virgen, Una pareja… distinta) más algún Ozores enderezado por Alfonso Paso (¡Como está el servicio!) o Aguirre (El astronauta), todas entre 1968 y 1974.
Fue un genio del humor que interpretó algunas –porque no todas lo fueron, empezando por la de su premio del 67– buenas películas dramáticas, pero logró sus cumbres cuando lo dirigieron genios (Berlanga) o maestros (Lazaga, Forqué) de la comedia.
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