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La belleza y el dolor | Crítica

La balada de David (artista) contra Goliat (corporativo)

La fotógrafa Nan Goldin en una imagen de juventud.

La fotógrafa Nan Goldin en una imagen de juventud.

El León de Oro obtenido en Venecia ayuda tanto como perjudica un poco al nuevo documental de la norteamericana Laura Poitras (Citizenfour, Risk), este La belleza y el dolor que va a tener ahora una circulación y visibilidad más amplias, con lo que ello supone para el reconocimiento de la vida y la obra de la fotógrafa Nan Goldin y su activismo político a lo largo de los años, al tiempo en que deja al descubierto las limitaciones y ortodoxias de un formato de lo real no demasiado original ni novedoso como para aspirar a los premios del orbe festivalero en competencia con el cine de ficción.

Con todo, se entiende la apuesta del jurado como gesto de apoyo a ese David contra Goliat que preside estos tiempos de activismo cívico en una figura que ha representado siempre, desde sus primeros trabajos fotográficos en el underground neoyorquino y sus retratos dignificadores de submundo marginal, incluidos también los autorretratos que documentaron el maltrato y la violencia en primera persona (La balada de la dependencia sexual), el combate contra la normalidad social, el abuso de poder y sus discursos más conservadores y censores, una mujer que ha hecho de su vida el material esencial de su obra para estar siempre del lado de los disidentes, los estigmatizados y los desheredados, de los transexuales a los enfermos de sida.

Así, en su carácter episódico, La belleza y el dolor nos ofrece una suerte de dos por uno entre la batalla cívica de Goldin y sus colaboradores contra la todopoderosa familia Sackler detrás de la empresa farmacéutica fabricante del Oxycodin, un opioide muy adictivo causante de decenas de miles de muertes por sobredosis, y el recorrido a partir del archivo y su playlist por una vida personal, familiar y artística donde el episodio del suicidio de su hermana marca el quiebro nodal de una trayectoria que apostaría siempre por la emancipación de la normalidad burguesa y sus negaciones que la fotógrafa había respirado desde la infancia.

Así, lo mejor de este documental hay que encontrarlo precisamente en todo ese tramo biográfico, en el diálogo de la obra visual de Goldin con el pasado y la memoria, en el relato oral en primera persona que la atraviesa como camino de confesión, autoconocimiento y expiación de los fantasmas que también hicieron de ella una adicta que al menos pudo escapar del destino trágico que atrapó a muchos amigos y compañeros de viaje en aquella comunidad artística que cotiza hoy en los grandes museos de arte contemporáneo que, hasta hace bien poco, y ese tal vez sea el principal logro de este filme, recibían fondos y subvenciones de los Sackler de turno en un vano intento de lavar su imagen de grandes depredadores químicos de almas sufrientes.