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Cuentos completos | Crítica
Cuentos completos, I (1907-1913) y II (1914-1927). D.H. Lawrence. Trad. Amelia Pérez de Villar. Páginas de Espuma. Madrid, 2022 y 2023. 544 + 584 páginas. 35 + 35 euros
Polémico en vida y después de su muerte, D.H. Lawrence vivió deliberadamente en los márgenes, cuestionó las convenciones morales de su tiempo y logró, pese a los perdurables y no siempre injustificados recelos que ha suscitado su figura, ingresar en el canon del modernismo donde sus libros, sólo en parte envejecidos, siguen desprendiendo una frescura que no encontramos en contemporáneos más exquisitos. Con razón dice Amelia Pérez de Villar, la traductora de sus Cuentos completos, publicados por Páginas de Espuma, que las ideas preconcebidas no sirven de mucho a la hora de valorar la singularidad de un escritor que no puede reducirse a su perfil anecdótico. En efecto, la exuberancia del carácter de Lawrence y sobre todo los escándalos asociados a su modo de abordar la sexualidad, un modo calificado de obsceno o abiertamente pornográfico, aunque hoy pueda parecernos incluso ingenuo, han opacado las cualidades de su literatura. Si los prejuicios clasistas –era hijo de un minero semianalfabeto y retrató con crudeza el entorno proletario del que provenía– influyeron en el desdén de una élite académica y literaria que nunca lo vio con buenos ojos, más tarde sería elevado a los altares por la Beat Generation y los movimientos contraculturales, que celebraron el nomadismo y la voluntad provocadora del peregrino salvaje, su desprecio de la retórica militarista, el cuestionamiento de la autoridad, la impugnación del mundo nacido de la Revolución Industrial o el interés por otras civilizaciones.
Ahora bien, más allá de su atractivo, la fuerza del mito de Lawrence reside en su ambivalencia. La denuncia del puritanismo, la defensa de la libertad sexual, la descripción explícita del deseo femenino o la apología de los instintos y de la naturaleza, donde tuvo como inequívoco maestro a Thomas Hardy, otro gran retratista de heroínas modernas, conviven en su obra con una paradójica y apenas velada misoginia, una problemática exhibición de la virilidad que no excluye el homoerotismo, una exaltación del impulso vital que sus críticos –Larkin o Russell– calificaron de prefascista. Admira el componente profético que llevó a Harold Bloom, como recuerda Pérez de Villar, a situar a Lawrence en la estirpe de visionarios como Whitman o Pound, y desagrada el egotismo visceral que combinado con el credo irracionalista lo asimila al gurú de cualquier secta. Lo que no puede negarse es que fue coherente con su propósito de llevar la vida a la literatura y de reflejar en ella sus pulsiones, a veces oscuras, en consonancia con la oposición freudiana entre el eros y el tánatos. Quizá sea otra prueba de su heterodoxia el hecho de que haya sido una escritora tan rompedora y escandalosa como lo fue él mismo, la francesa Catherine Millet, quien lo haya reivindicado recientemente –en Amar a Lawrence, publicado en España por Anagrama– desde una posición que no se ciñe a los estándares del feminismo contemporáneo.
Por todo lo dicho, el caso Lawrence es tan complejo como apasionante, pero acierta la traductora cuando pide atender a su escritura y en particular a los Cuentos, que ya en el primer volumen de la recopilación, correspondiente a los años 1907-1913, incluían piezas tan memorables como El aroma de los crisantemos o El oficial prusiano. (Honor y armas). Este segundo, referido al periodo 1914-1927, contiene asimismo joyas como El hombre al que le gustaban las islas, Fantasmas felices o La mujer que se marchó a caballo, siempre fieles a la sentencia incluida en uno de sus relatos de juventud, Un amante moderno: “De nada sirve la vida, si no es para vivirla”, entendida de la manera radical que Lawrence convirtió en imperativo. En sus retratos de los entornos rurales o de la clase obrera, para nada idealizada, en las implacables disecciones de las relaciones de pareja o en la descripción sin velos de los requerimientos del deseo, el narrador sorprende por la fuerza de la imaginación y la riqueza expresiva, plasmada en vibrantes descripciones y pasajes de una sensualidad desaforada, presididos por el propósito de mostrar –sin eludir los sentimientos y las situaciones incómodos o indecibles– la variedad de la experiencia humana. Es cierto que la prosa de Lawrence tiene tendencia a la prolijidad y las reiteraciones, pero ese discurso un tanto desordenado y como en bruto, ajeno a lo que suele considerarse de buen gusto, tal vez sea una de las razones más poderosas y reconocibles de su estilo. En relación con su obra en verso, cita Pérez de Villar una acuñación de Burgess, “la forja del verbo”, que define bien lo que hay también en estos cuentos de “obra en construcción”, en la que el herrero golpea y modela el metal hasta darle a la pieza los contornos de un arma.
Frente al desdén de autores como Virginia Woolf o T.S. Eliot, otros como Forster, Huxley o el citado Burgess, biógrafo de Lawrence en La vida en llamas, mostraron su admiración hacia el autor de Hijos y amantes, Mujeres enamoradas o El amante de Lady Chatterley. También lo hizo al principio Bertrand Russell, pero pronto se enemistaron y los términos de su desencuentro han quedado consignados en su correspondencia. Russell y Lawrence se habían conocido en la casa de campo de Ottoline Morrell, anfitriona y mecenas del grupo de Bloomsbury, que acogió durante la Gran Guerra a pacifistas, objetores de conciencia y disidentes de la ola patriótica que se había enseñoreado de las Islas. La inicial fascinación por la personalidad impetuosa y el halo místico que rodeaba a Lawrence, sin embargo, dio paso a una desconfianza que se tradujo en ruptura: “sólo de un modo gradual fuimos descubriendo que nuestra discrepancia mutua era mayor que la existente entre cada uno de nosotros y el Káiser”, escribió el filósofo, que leía con horror las apelaciones de su corresponsal –“debemos darnos cuenta de que tenemos un ser de sangre”– a una fisicidad despreocupada del intelecto. Quizá las conclusiones de Russell sean demasiado severas, o sus caracteres eran demasiado distintos. En todo caso hay que reconocerle a Lawrence que tuviera la grandeza, como él pedía para los demás, de vivir como un proscrito.
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