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Festival de Cine de Sevilla | Giraldillo de Honor

Roy Andersson: "Bergman era hijo de un cura, y yo de un vendedor de patatas"

  • El certamen entrega este viernes su Giraldillo de Honor a Roy Andersson, uno de los cineastas más singulares del panorama europeo, al que en la presente edición dedica, además, una exhaustiva retrospectiva

El cineasta sueco Roy Andersson (Gotemburgo, 1943).

El cineasta sueco Roy Andersson (Gotemburgo, 1943). / José Ángel García

Roy Andersson, el Sueco de la Sonrisa Trágica, rodó un par de películas en los años 70 –Una historia de amor sueca (1970) y Giliap (1975)–, sufrió un tremendo vapuleo económico y crítico por la segunda y, cansado de mendigar dinero para poder hacer otra, abandonó el cine. Hasta su regreso 25 años después, en el año 2000, con Songs from the Second Floor, comienzo de su maravillosa, amarga y sin embargo hilarante trilogía sobre "lo que significa ser humano", le dio tiempo, de sobra, para convertirse en una leyenda de la publicidad.

Lo inaudito es que el bueno de Andersson, siempre del lado de sus hombrecillos ridículos y perdedores y atento a las minúsculas agresiones y al enorme absurdo que se ocultan en los pliegues de la vida cotidiana, se dedicó a vender coches, loterías, seguros, agencias de viajes y cruceros, sartenes y cacerolas, kétchup y hasta campañas electorales del Partido Socialista sueco por medio de personas viejas, gordas, feas, patosas, calvas y pálidas, todo un muestrario de tipologías en las antípodas de la imbécil y roma perfección con la que, supuestamente, la publicidad debe hacernos soñar a todos.

Este viernes, en la gala inaugural en el Lope de Vega, Roy Andersson, cineasta verdadero, humilde e incomparable con nadie más que él, recibe el Giraldillo de Honor del SEFF. Del sueco podrán ver los espectadores todos sus trabajos, desde esas dos películas de juventud hasta su aclamada trilogía, que completan La comedia de la vida (2007) y Una paloma se posó sobre una rama a reflexionar sobre la existencia (2014), con la que ganó el León de Oro de la Mostra de Venecia, y que presentaría también aquí mismo, en el SEFF de aquel año.

La exhaustiva retrospectiva incluirá también viejas películas y cortometrajes de su etapa estudiantil y, en una más que suculenta primicia digna de celebración, tres secuencias (unos 15 minutos) de la película en la que anda trabajando ahora, titulada por ahora About Endlessness (Sobre el infinito). "Es una película muy condensada que trata sobre la existencia, el amor, el humor, la risa y el llanto", explica al respecto Andersson. "Aunque últimamente estoy pensando en titularla en francés: Je t’aime: About Endlessness of Life”, añade, sin poder parar de reírse de ese título "un poco heavy, ¿no?, ¡incluso para mí!".

Llega Andersson al encuentro con la prensa, la tarde de este viernes, cojeando visiblemente y fatigado, pero sonriente, cercano, con ganas de divertirse y de rendir tributo a sus referencias –"aunque tampoco tengo tantas; quizás Fellini, que también lo condensaba todo bastante"– y a dos de sus películas favoritas de siempre: Viridiana, de Luis Buñuel, una obra de arte absoluta, y Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, con la que casi lloró de emoción la primera que la vio, confiesa mientras va remomorando la historia casi secuencia a secuencia y admirándose, de nuevo, ante la "empatía" que el maestro italiano hizo vibrar en las imágenes de su película.

Esa compasión de filiación inequívocamente humanista se encuentra también, como impulso fundamental de hecho, en la obra entera del director sueco, cineasta radicalmente escindido en dos: el joven de Una historia de amor sueca y Giliap, que trataba de emular a sus héroes del neorrealismo –"De Sica, Milos Forman"– aunque en el intento se le colaron también un poco los nuevos aires formales y temáticos de la nouvelle vague; y el nuevo cineasta que emergió décadas después al dar continuidad en su Trilogía de la Vida al peculiar imaginario de raíz expresionista moldeado pacientemente en sus pequeños sketchs publicitarios, que terminaron siendo un laboratorio de suma importancia para él.

"Después de la catástrofe que viví con Giliap me quedé frío, paralizado. Ningún productor confiaba en mí, pero yo debía sobrevivir y además tenía una familia, hijos... Y empecé a hacer esos anuncios que yo afrontaba igual que afronto mis películas. Los hice con el mismo esfuerzo, y considero que tienen las mismas cualidades que ellas, por lo que para mí los anuncios son tan importantes como las películas, y de hecho si los ponemos juntos uno tras otro, formarían un largometraje de ficción", defiende.

En aquella etapa, en la que por cierto le llovieron los premios, fue forjando esa narrativa fragmentaria y concisa hasta el tuétano, esa estructura de viñetas con situaciones que se suceden como un muestrario inacabable de ternuras, desamparos y miserias de la condición humana, tan característica de su triunfal retorno al cine. "Es que la vida es fragmentaria. Y los fragmentos de la vida, unidos, pueden aportar más riqueza a la representación de la vida. Los seres humanos somos muy vulnerables, y eso es lo que yo quiero contar; por eso, aunque las planteo como comedias, mis películas siempre tienen un elemento trágico", dice Andersson, especialista en mirar sin contemplaciones el fondo de todas las cosas que importan cuando las sofisticadas máscaras que nos ponemos en sociedad caen.

El nuevo Andersson, el Andersson a partir del año 2000, el que dio con "algo nuevo, totalmente condensado", es pura artesanía, resonancia del cine mudo (¿un Tati oscuro?) y densidad pictórica (es conocida su devoción hacia Brueghel el Joven y sus pinturas de proverbios). Prácticamente todo en Songs from the Second Floor, La comedia de la vida y Una paloma se posó sobre una rama... está rodado en plano fijo. Con una profundidad de campo, un tratamiento cromático y una "luz sin piedad que no deja sombras para ocultar nada" –como dijo él mismo en una ocasión–, la fotografía y las composiciones son entre hiperreales y fantasmagóricas (muchos personajes tienen la cara demasiado blanca, como los muertos). La puesta en escena es radicalmente hierática; los diálogos, parcos. Y la escenografía, cuidada con una meticulosidad inusual, la propia de alguien que puede dedicar dos meses a rodar una sola escena (y la prisa, que la tengan otros).

Afirmó hace tiempo Roy Andersson que Ingmar Bergman pensaba que una cara lo decía todo sobre el ser humano, pero que él, por el contrario, prefiere mirar la habitación de esa persona. No es la única discrepancia que tiene el director con el severo e inevitable tótem del cine sueco y europeo.

Preguntado por su relación con el cine de Bergman, sobre si hacer cine en Suecia es, inevitablemente, hacer cine a la sombra de Bergman, y sobre esa imagen retorcida y desoladora sin remisión de la vida, Andersson, siempre cordial –pese a que la leyenda dice que Bergman, señalándolo con su dedo de maestro, fue uno de los que con más ferocidad aplastó Giliap–, tuvo una salida muy suya: "Cuidado, que Bergman no estaba del todo equivocado, eh", dijo entre risas sobre la oscuridad con la que el director de Fanny y Alexander, Persona o Gritos y susurros miraba el mundo, la sociedad, los seres humanos, todo, en fin.

"Pero desde luego le faltaba un montón de sentido del humor. Además, era un hombre muy religioso, aunque no sé si su religiosidad era honesta, o si más bien era él religioso por cuestiones de protocolo. Lo que puedo decir al respecto es que hay una diferencia muy importante entre él y yo, y es que Bergman era hijo de un cura y yo, de un vendedor de patatas". Y el viejo Roy Andersson, fatigado y vulnerable como todas sus criaturas, con sus 75 años mal llevados, se va a seguir viendo pasar la vida con ojos crepusculares y una sonrisa en los labios.

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