El final del romance
Después de quince años escribiendo previas, crónicas y análisis de los Premios Goya, ya sabrá de sobra el lector de mi poca empatía con el asunto, afianzada cada año, irremediablemente, con un evidente estancamiento en las propuestas y espejismos momentáneos que aspiran a hacernos creer en una cinematografía mucho más saludable, talentosa y heterogénea de lo que realmente es o quisiera ser.
Asumimos con resignación y cierto morbo malsano el carácter autopromocional y festivo de este tipo de eventos, repetidos hasta la saciedad en estas fechas invernales, con su pasarela algo raquítica y forzada de estrellas y jóvenes promesas; y es por eso mismo por lo que no acertamos a entender la gran chapuza que ha supuesto la edición de este año, especialmente desvaída, pobretona, desganada, incapaz de aparentar siquiera un gramo del glamour artificial que se le presupone, maltratada por unos guionistas perezosos, un presentador impostado y una realización televisiva que no pasaría la prueba del algodón de unas prácticas de facultad. Lo mismo de siempre, pero en su peor versión.
Parece imperdonable haber descuidado tanto este gran escaparate fugaz, posiblemente pensando que el ruido de fondo, las ausencias, los lemas y consignas de este tiempo de crispación, reivindicaciones más o menos justas y crisis generalizada, iban a camuflar el verdadero fiasco detrás del evento: a saber, su escasa, nula, capacidad para hacer pensar en que la creatividad, el talento y las ideas son realmente el patrimonio inalienable de una profesión que atraviesa muy malos tiempos y una palpable desconexión con el público.
Resulta no menos significativo que la gran triunfadora de la noche, Vivir es fácil con los ojos cerrados, de David Trueba, sea una apuesta indisimulada por ese buenismo consolador, nostálgico y acrítico sobre nuestra propia historia reciente, a pesar de los muchos mensajes sobre el valor de la educación que se han podido escuchar a su alrededor, que se parece más a las fórmulas televisivas y sentimentaloides de un Cuéntame en formato scope que a cualquier tradición de la comedia nacional. La anestésica y almibarada corrección del filme de Trueba parece haber sido el mal menor o la opción amable y de consenso de un año que escindió de forma evidente a nuestro cine (que es mucho más que lo que vemos en estos Goya) entre los modelos industriales de siempre (de escasa calidad y originalidad) y sus respectivas familias (en las que Trueba y Cerezo están más cerca de lo que pensamos), y ese cine otro, que tan poco gusta y tanto miedo da, al parecer, al actual presidente de la Academia, un cine que ha apostado definitivamente por la disidencia de las formas y la independencia antes que por la pertenencia certificada a los modelos dominantes.
Tengo la sensación de que estos Goya no sólo serán recordados como los de la espantada de Wert, las reivindicaciones sociales y políticas de temporada o el sopor de su gala. Es posible que también sean los que dieron la puntilla a una relación entre el cine español y su público que siempre estuvo a punto de romperse.
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