Una matinal sin artificios

Cantó & Moraza | Crítica

Francisco Cantó y Ángela Moraza en el Espacio Turina
Francisco Cantó y Ángela Moraza en el Espacio Turina / Micaela Galván

La ficha

CANTÓ & MORAZA

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Música de Cámara en Turina. Francisco Cantó, clarinete; Ángela Moraza, piano.

Programa: Vibraciones del alma

Miguel Yuste (1870-1947): Vibraciones del alma Op.45 [1945]

Salvador Brotons (1959): Sonata para clarinete y piano Op.46 [1988]

Manuel Castillo (1930-2005): Orippo [versión para clarinete y piano] [1991]

Manuel Bernal Nieto (1980): Granada-NY in Blue [2023]

Lugar: Espacio Turina. Fecha: Domingo, 2 de noviembre. Aforo: Un tercio de entrada.

Francisco Cantó y Ángela Moraza presentaban su reciente primer disco conjunto, Vibraciones del alma, y el programa, idéntico al de la grabación salvo la ausencia de la Sonatina de Luis Barroso, proponía un recorrido por un repertorio español de los siglos XX y XXI mayoritariamente lírico, tonal o post-tonal, que rehúye deliberadamente la radicalidad y apuesta por la línea cantabile, la claridad estructural y la tradición camerística más reconocible. Una apuesta estética que, sin reclamar trascendencias históricas ni exhibicionismos técnicos, invita a habitar la música desde la escucha y desde el oficio interpretativo.

En esa coordenada, el dúo brilló por la sobriedad y la coherencia de sus maneras. El sonido del clarinetista –pleno, bien modulado, de grave sólido y flexible y sin durezas en el agudo– se impuso como el centro narrativo desde la obra de Yuste que daba título al programa y al CD, interpretada con un fraseo elegante y relajado, una articulación clara y una limpieza impoluta. El clarinetista gaditano evitó cualquier exceso sentimental en la Sonata de Brotons, que arrancó un punto introspectiva y se ensanchó dinámica y armónicamente en su segundo y vitalista movimiento. Muy llamativo su exquisito control del vibrato hasta hacerlo casi imperceptible, lo que otorgó limpieza al fraseo y permitió sugerentes y precisos cambios de color. La técnica de Cantó está siempre al servicio del decir, y el resultado transmite esa rara mezcla de seguridad y humanidad que hace creíble cada línea.

Moraza, por su parte, se mostró impecable en un acompañamiento siempre atento a la respiración de su compañero, pero a la vez estuvo lejos del papel complaciente y secundario que a veces se asigna al piano en este repertorio. Su sonido es nítido, de dinámicas bien matizadas y en justo equilibrio con el clarinete. En sus maneras hubo firmeza rítmica cuando se requería impulso (ese segundo movimiento de Brotons, el de Orippo de Castillo o ese cuasi jazzístico y rapsódico final de la obra de Bernal), y una relajación en el fraseo cuando la música pedía espacio para respirar. El dúo lleva tiempo trabajando junto –son marido y mujer–, y eso se percibe en un diálogo maduro y asentado y en una concepción musical compartida, que le otorga prioridad al canto, es decir a la melodía. El recital, amable y sin sobresaltos, encontró su encanto precisamente en esa honestidad. No pretendió cuestionar lenguajes ni abrir sendas nuevas, sino ofrecer lo que prometía: música bien hecha, sensible y cuidada, que se deja escuchar con placer y sin exigencias heroicas en una matinal de un otoño que se resiste a arrancar en Sevilla.

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