Una hermosa y dinámica fantasía barroca

Origen. La semilla de los tiempos | Crítica de danza

El elenco del Ballet Flamenco de Andalucía, en una de las danzas cortesanas del espectáculo.
El elenco del Ballet Flamenco de Andalucía, en una de las danzas cortesanas del espectáculo. / Laura León

La ficha

***** ‘Origen. La semilla de los tiempos’. Ballet Flamenco de Andalucía, Accademia del Piacere / Fahmi Alqhai. Dirección artística y coreografía: Patricia Guerrero. Dirección musical, composición y arreglos: Fahmi Alqhai. Dirección de escena: Juan Dolores Caballero y Patricia Guerrero. Dramaturgia: Juan Dolores Caballero. Intérpretes: bailarines y bailarinas del BFA y músicos de la A. del Piacere con la soprano Quiteria Muñoz. Cante flamenco: Amparo Lagares. Adaptaciones musicales flamencas y guitarra flamenca: Dani de Morón. Percusión: Agustín Diassera. Vestuario: Pablo Árbol. Iluminación (AAIV): Olga García. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo 18 de mayo. Aforo: Lleno.

Con un Maestranza hasta la bandera se presentó anoche la tercera entrega que firma Patricia Guerrero desque que está al frente del Ballet Flamenco de Andalucía. A los aficionados a la danza, se unieron numerosos melómanos, seguidores del prestigioso grupo de música barroca, Accademia del Piacere.

Origen, La semilla de los tiempos quiere ofrecer una panorámica de las músicas que se escuchaban por estas tierras durante los siglos XVI y XVII y que sin duda constituyeron algunos de los cimientos en los que, dos siglos después, se asentaría ese baile único llamado flamenco. La propuesta, ya atractiva de por sí, ha dado lugar a un espectáculo que supera con creces las expectativas.

La música ha sido quizá lo más fiel a la época, aunque Fahmi Alqhai había dejado claro que no había ninguna intención historicista y así, sin prejuicio alguno, ha incorporado las composiciones y la fantástica guitarra flamenca de Dani de Morón -nexo de unión entre los dos géneros-, junto a la percusión de Agustín Diassera y la voz de Amparo Lagares. Catorce músicos que dieron lo mejor de sí a lo largo de todo el espectáculo.

Todo lo demás es pura fantasía. Lo es sobre todo la danza -salvo por la poca literatura que se conoce, ¿quién sabe cómo se bailaría en esa época?-, que se pliega a la música con unas coreografías dinámicas, puro estilo Guerrero, en las que los pies -zapatos de tacón dorados, nada de zapatillas- del elenco completan las partituras como un instrumento más.

Lo es el original vestuario de Pablo Árbol, que salvo los trajes grises del comienzo, para el Fandango de Nebra, va del rojo al negro, de las medias blancas al miriñaque con mantón, huyendo de la uniformidad y de la distinción de géneros.

Y lo son las luces siempre extraordinarias de Olga García, capaz de transmitir toda la luminosidad de una calle del Sur, las luces artificiales de los salones nocturnos -con siete lámparas de araña colgadas del techo- o de jugar con la transparencia de un telón, dejando la escena vacía en un segundo, para que brille un dúo excepcional que no es la primera vez que se une en escena.

Se trata del que forman el violagambista Fahmi Alquai y la propia Patricia Guerrero, que volvieron a embelesarnos con su versión del Fandango de Santiago de Murcia, después de que Guerrero, con el mismo vestido negro que Árbol le cosiera para el espectáculo Paraíso Perdido (Bienal 2020), con un corazón rojo en el pecho, volviera a interpretar magistralmente, con todo su dramatismo, el Passacaglia de Biber.

La pieza se divide en trece escenas que tienen lugar a lo largo de un día en una ciudad -tanto en la calle como en alguno de sus salones- que podría ser Sevilla, barroca por excelencia. El espíritu del barroco flota en toda la obra, llena de sorpresas y de imágenes realmente poderosas.

La religión, fundamental en la España barroca, aparece aquí y allá. En el Salve madre de Lagares, en el gregoriano Ave Maris de la soprano Quiteria Muñoz o en la escena de la procesión -virgen negra incluida-, con un siempre brillante Eduardo Leal que, haciendo de cura, hace volar su sotana mientras toca las campanillas seguido de un enjambre de pías enlutadas con el rostro cubierto.

Un cabezudo de color se cuela en uno de los aires populares.
Un cabezudo de color se cuela en uno de los aires populares. / Laura León

Tampoco falta el elemento grotesco, entre otras cosas con la utilización de algunas máscaras, fruto sin duda del trabajo de Juan Dolores Caballero. El elenco por su parte, alejado de su lenguaje flamenco más habitual, realiza un trabajo admirable pasando sin flaquear de un baile a otro, desde las elegantes danzas cortesanas, llenas de reverencias, hasta ese baile cuyos movimientos de pelvis, considerados lascivos, provocaron su prohibición por parte de la Iglesia. Un baile callejero donde zancudos, cabezudos y saltimbanquis se mezclaban jubilosamente en las fiestas.

En los canarios de Gaspar Sanz, la compañía al completo se entrega a los giros y a la velocidad hasta llegar a la catarsis. Pero estamos en el barroco y después del placer llega la contrición y la vanitas, de modo que al final, mientras cada uno busca su lugar en una simbólica escala, suena el motete Versa est on luctum de Alonso Lobo hasta que el público empieza a aplaudir enfervorecido.

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