Tan a la espalda de la programación del Teatro Central se presenta esta Imperio, que no podemos ni facilitarles los datos más habituales de la ficha técnica y artística: nombres de los responsables de la dirección, la escritura o de los jóvenes intérpretes, que no hemos podido encontrar en ningún lugar. El anonimato, por otro lado, quizás case perfectamente con la pretensión un poco gruesa, si bien pertrechada en esforzadas humoradas, de la obra, calibrar los abismos de la condición humana al hilo de las transformaciones (y suspensiones éticas aparejadas) en las sociedades hipertecnológicas y multiconectadas.
Imperio, que abreva explícitamente en el look kubrickiano, en su odisea acronológica y en el encabalgamiento de la risa trasera y la sacudida visceral –aunque mejor le hubiese ido atendiendo a las particulares misiones espaciales de otro cineasta de más intenso aliento político, Alexander Kluge–, tiene mucho que decir y poco tiempo para hacerlo, con el consiguiente atropello. Quiere hablar de la fascinación de la imagen, de sus pornografías y banalizaciones en los circuitos digitales, de imperialismos pretéritos y futuros, de violencia y demagogia, recurriendo a ritornelos (los iconos del fotoperiodismo excitados por la nueva incorporación al pathosformel del asesino turco del embajador ruso en Ankara) para los que, además de la reclamada distancia –uno de los mantras de la obra–, habría que haber mendigado silencio (el gran ausente). Sólo así se puede ver algo entre las imágenes, entre cualquier aquí y cualquier allí.
Faltó, entonces, secreto, pero también engrasar las escenas colectivas –ritmadas como en un cuarteto de carnaval–, muy inferiores a los apartes confesionales.
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