El otro hombre
Muere Rafael Sánchez Ferlosio
Inevitablemente, los periódicos amanecerán hoy con fotografías de una corbata, de los pliegues de una camisa fruncida, de cabellos en rebeldía sobre un cráneo fruncido como la camisa, de una personificación, entre solemne y patética, de la erudición libresca. Y ese símbolo, como todo símbolo, será a la vez correcto y no, designará al mismo tiempo al hombre que posó para los retratos en los últimos años de su vida, los de la reclusión, la chilaba, el estudio bizantino de las anomalías de la gramática, y al otro, el de nuestros manuales de Literatura del instituto y la novelita aquella cuyo título repetirán hoy hasta la saciedad las pantallas y los rotativos, donde un niño de ojos amarillos como los alcaravanes se pone al servicio de un taxidermista y da inicio a sus andanzas. Todos somos, al menos, dos, decía un personaje de Gonzalo Suárez, y es difícil mantener el equilibrio entre anverso y reverso, luz y sombra, el lado cóncavo y el convexo, sin caer hacia uno de los dos y que la cara o la cruz destrocen definitivamente toda ambigüedad y nos impidan volver sobre nuestros pasos. A veces, envejecer es precisamente eso: caer bocabajo sobre la mesa, sin posibilidad de recordar qué palo, qué cifra se ocultan bajo el dorsal del naipe.
Estaba aquel hombre, sí, el clásico del castellano del siglo XX, hijo de un dirigente falangista, Rafael Sánchez Mazas, en cuyo destino se insinuaron ya los primeros rasgos de un destino novelesco: huido de un fusilamiento por un azar que no toleraríamos en ninguna ficción, habría de sobrevivir a la guerra para presenciar cómo su heredero, de quien siempre fue confidente y amigo, le leía en su piso de Madrid, según los iba escribiendo, los capítulos de aquella novelita picaresca, la primera suya y la mejor, en palabras propias. Y es difícil no darle la razón: el deseo de jugar, la marioneta que lo sabe todo, el gallo de hojalata que caza lagartos, el hambre de paisajes y peripecias, la bendita flexibilidad del idioma, parecen muy alejados de los ensayos amenazadores que vinieron luego, incluso de su otro gran título, con un río y una joven ahogada en el río como telón de fondo.
Los filólogos, que tienen mucho de notarios, establecieron que ésta debía ser su obra maestra y hablaron de realismo y del idioma de la calle y del clásico instantáneo, y así penetró en nuestros libros de bachillerato y oímos hablar de él tras los cristales mojados. Nunca nos dijeron, es cierto, que el autor de aquella excusa para el ejercicio de la tarde del lunes había amado el patinaje, y que solía practicarlo en su juventud, en los años en que cortejaba a Martín Gaite y promovió una tertulia donde se reunía lo más granado de la posguerra española, esos días de color ceniza.
Y luego estaba, está el otro hombre, el de las fotografías de esta mañana. En entrevistas indistintas que saltan de una a otra desde el cursor del ratón, este hombre despotrica de lo divino y lo humano, echa pestes de Vargas Llosa, el ruedo televisivo o el independentismo catalán, dice haberse enclaustrado con mamotretos de gramática, de los que de vez en cuando emerge con un forro de polvo sobre las cejas, y se aleja más y más de la vida común y corriente que comparte con la mayoría de sus lectores. Hay un relato de Henry James, La vida privada, en que el narrador acude a casa de un escritor al que admira para encontrar que es tan deslumbrante, ingenioso, agradable y cívico como su literatura le había hecho esperar. Pero en un aparte de la visita, cuando el narrador se interna en la casa en busca del baño, topa sin querer con una habitación condenada en la que yace un ser oscuro, desagradable y absurdo, que no cesa de escribir sobre un papel: él es el verdadero autor al que venera, el otro sólo le suplanta de cara a la galería. Dicen que Ferlosio fue el más espontáneo de nuestros literatos: dejó que el del cuarto de dentro se encargara de atender a las visitas.
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