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  • El museo remodela las salas dedicadas a la pintura gótica y reubica las obras de Goya, nuevas disposiciones que buscan "contar historias" a los espectadores

Una de las salas dedicadas a Goya en el Museo del Prado.

Una de las salas dedicadas a Goya en el Museo del Prado. / Miguel Oses / Efe

El pasado miércoles, 9 de marzo, el Museo del Prado presentaba, con la solemnidad debida, la remodelación de sus dos salas dedicadas a la pintura gótica. Una remodelación cuyo primer propósito es el de "ofrecer una lectura más armónica y sugestiva de la colección", según explica, en la propia página del Museo, el jefe del Departamento de Pintura Gótica, Joan Molina.

Dicho cambio viene a unirse a los que ya se acometieron en las salas dedicadas al Renacimiento y a la pintura del XIX, y se centra en dos aspectos principales, destinados a una mayor y más profunda comprensión por parte del público. Un primer aspecto, de carácter "inmersivo", es la pretensión de sumergir al visitante en el colorido vivo y brillante de la pintura del medievo. Para lo cual se han pintado las salas de azul "purísima", un color que se halla muy presente en las obras del periodo, a partir del siglo XII (véase la Anunciación de Fra Angelico, expuesta en el Prado), y principalmente en los mantos virginales y en las grandes lejanías que se avizoran en la escuela flamenca.

Un segundo aspecto, vinculado al primero, es aquel que manda ordenar las obras expuestas, no según un criterio meramente cronológico, sino agrupadas según una temática precisa. Con este proceder, el museo busca ilustrar al visitante, tanto en la evolución del arte medieval, cuanto en su predilecciones iconográficas. Esto es, busca proporcionar al visitante, no sólo una información más amena, sino una visión más completa, a un tiempo cronológica y conceptual, que se aproxime a la mirada del historiador del arte.

Gracias a esta nueva disposición de ambas salas se recupera, pues, "uno de los efectos más apreciados por los espectadores medievales, siempre deseosos de contemplar obras realizadas con colores vivos y suntuosos". De esta manera, el Prado ha querido propiciar una experiencia sensorial y estética que prescinde, necesariamente, de los sonidos y olores de la Edad Media, pero que a cambio recupera, en gran medida, aquella luminosidad común a la pintura medieval, a los manuscritos miniados y a los grandes vitrales que alumbraron las catedrales góticas.

'Santiago Peregrino' de Juan de Flandes. 'Santiago Peregrino' de Juan de Flandes.

'Santiago Peregrino' de Juan de Flandes. / Museo del Prado

Por otro lado, y añadida a esta percepción inmediata del arte, la nueva ordenación propuesta por el Prado destaca conceptos y cuestiones propias de aquella época: "Ya no se trata de colocar en una sala obras de un periodo unas junto a otras", explica Molina". Por contra, lo que se busca es "contar historias a través de una serie de argumentos que nos proponen nuevas formas de mirar y comprender diversas realidades de la pintura gótica".

En buena medida, dichas historias vienen relacionadas con el carácter religioso de los siglos medios, tales como el culto a los santos o la imagen del diablo. Pero también, y con igual importancia, con aspectos que exceden el ámbito de la fe y pertenecen a la propia concepción del hombre y del artista, como el surgimiento del retrato, "la imagen del otro y el concepto de alteridad". Esto es, a una visión que prefigura ya la individualidad moderna, habilitada en parte por la labor de restauración e investigación del museo, y entre cuyos resultados destacan tanto la restauración del Santiago peregrino de Juan de Flandes, como las nuevas atribuciones de algunas tablas.

El siglo XIX

Esta ordenación del gótico, ya señalada, viene a unirse a una nueva disposición de las obras renacentistas, más homogénea, y a la reciente ampliación del espacio dedicado al siglo XIX, la cual se inauguró a primeros de junio del año pasado. A todo ello debe sumarse la nueva ubicación de las obras de Goya, que abarca las tres plantas del museo, desde los bajos donde se encuentran las pinturas negras, hasta las nuevas salas de la segunda planta, donde se exponen actualmente sus lienzos para tapices.

En este sentido, el mes pasado se anunciaba la exposición conjunta de las Majas y su diálogo con la Venus de Tiziano en las salas de la primera planta. Lo cual vuelve a remitir a esta doble vocación, temática y cronológica, sincrónica y diacrónica, con que se ordena el museo, y que permite adivinar al espectador cierta continuidad entre la suave carnalidad gentil, hija del Renacimiento italiano, y los suntuosos verdes donde se desmaya la hermosa y pálida muchacha pintada por Goya.

Es también este doble criterio el que llevó al actual director, Miguel Falomir, a ampliar grandemente las obras expuestas del XIX –de 170 a 275–, acotadas por géneros y escuelas, y con la presencia destacada de esculturas, repartidas en numerosas salas. Acaso la novedad más relevante en tal sentido sea la dedicación de la gran galería 75, pareja de la sala 49 donde vivaquea y esplende Rafael Sanzio, a la pintura nacional historicista de gran formato. Pero también debe subrayarse una mayor participación de otras geografías y otras temáticas, como la pintura realista, quizá menos representada en anteriores etapas. A lo cual se añade un mayor protagonismo de la mujer, y una elongación, hasta primeros del XX, de la pintura expuesta en el Prado.

El museo rigorizado

Se trata, en todo caso, de un proceso de exhaustivización del museo, apreciable en dos aspectos principales: en el aspecto de una ocupación total del espacio disponible en el edificio Villanueva, hasta hace poco jibarizado por las dramáticas exigencias del Covid; y en el de la prospección y el hallazgo de los vínculos que enlazan una obra y la siguiente, y todas con esos siete siglos de pintura que guardan, felizmente, sus venerables muros.

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