Y no la de Mérimée
Ópera
De la novela de Merimée a la ópera de Bizet el personaje de Carmen se transforma en un doble sentido: pierde su perfil de marginalidad y delincuencia, pero a la vez se convierte en un icono de sensualidad y de libertad femenina. Aún hoy, 150 años después, 'Carmen' nos sigue inquietando
Bizet violó con su última ópera los códigos tradicionales de la opéra-comique, un género tradicionalmente intrascendente, de finales felices, de conflictos no problemáticos y construido a base de una serie de personajes estereotipados y canonizados por una tradición de al menos cincuenta años cuando Carmen subió a las tablas. No obstante, Bizet y sus libretistas eran conscientes de la necesidad de establecer un marco referencial que pudiese ser fácilmente identificado por el público pequeñoburgués y familiar del clásico teatro parisino, de manera que las innovaciones radicales pudiesen ser arropadas por los estilemas más reconocibles. Desde el punto de vista del texto, hay toda una serie de personajes que pertenecían al universo caracteriológico de la ópera cómica francesa, como los soldados, los contrabandistas y sus secuaces femeninas. El perfil más tradicional es apuntalado en la ópera con la emergencia de un personaje totalmente nuevo, no presente en la narración de Mérimée. Micaela supone un contrapeso a la figura de Carmen. Frente a la carencia voluntaria de raíces de la gitana, Micaela le trae a Don José el recuerdo vivo de su tierra natal, de su pueblo. Frente al amor carnal de Carmen, el amor materno y la castidad cándida de la doncella. La inocencia contra la seducción. Los valores del terruño frente a la movilidad permanente de la gitana delincuente.
Junto a las intervenciones de Micaela, los fragmentos más aplaudidos en la noche del estreno se correspondieron con aquellos momentos más atados a la tradición del género. Así, por ejemplo, todo el acto primero, estructurado a base de escenas de conjunto (los sevillanos que pasean por las calles, los niños, los soldados, los admiradores de las cigarreras, las propias trabajadoras de la Fábrica de Tabacos). Incluso la irrupción en escena de Carmen se produce sobre un marco melódico y armónico previsible, con un cambio de ritmo que no altera el clima displicente de la escena. La primera intervención de la cigarrera fue objeto de transformaciones a lo largo del proceso de composición y de ensayos de la ópera. Bizet se fijaría en el mundo de los cabarets parisinos del momento, en el que tanto furor causaban los ritmos españoles y criollos, especialmente los boleros, seguidillas y habaneras. Bizet recurre para la segunda y definitiva versión de la habanera del primer acto de Carmen a una adaptación de una habanera de Sebastián Iradier titulada El arreglito. Hace ya tiempo que Tiersot sostuvo también que en el preludio del último acto Bizet utilizó el polo Cuerpo bueno, alma divina, extraído de la opereta El criado fingido de Manuel García.
Ya desde su primera aparición en escena, Carmen es retratada musicalmente mediante un intervalo descendente de segunda aumentada que representa el motivo de la fatalidad. Se trata de un intervalo tradicionalmente considerado por los tratadistas musicales como imperfecto y disonante, que debía ser evitado a toda costa. Ese motivo recorre los momentos cruciales del argumento, como recordatorios del negro desenlace que se avecina. Lo escuchamos en la primera aparición en escena de la cigarrera, o cuando Carmen, en el segundo acto, se desencanta irremisiblemente de la cobardía de Don José (“Non! Tu ne m’aimes pas!”). O cuando una y otra vez las cartas le anuncian la inminencia de la muerte, abriendo paso a la más extraordinaria de las intervenciones musicales de Carmen, un soliloquio sobre el inevitable destino que se mueve en una lúgubre línea melódica de carácter fúnebre, una línea libre, no atada a estructuras tradicionales, como un declamado melódico que era algo totalmente nuevo en el universo formal de la ópera cómica. O, finalmente, cuando en el dueto final firma su sentencia de muerte al decirle a Don José que ya no lo ama (“Non, je ne t’aime plus”) y que ama a Escamillo. Era lógico que el público reaccionase inicialmente con extrañeza y frialdad ante este lenguaje musical extraño, sombrío, estructurado a base de una armazón armónica inusual, mediante saltos interválicos extraños nunca escuchados en el universo alegre y desenfadado de la ópera cómica.
Carmen es, en definitiva, definida por Bizet como un ser musicalmente ajeno al mundo pequeñoburgués, como un personaje ajeno a la sociedad francesa del momento. El ejercicio de definición de la alteridad de Carmen desde la dimensión sonora no es, en este sentido, más que un correlato musical del perfil con que en el libreto de la ópera se delinea al personaje de la cigarrera sevillana. Es bien sabido que por indicación del empresario del Teatro de la Opéra-Comique y por la propia convicción estético-moral de los libretistas, en el trasvase de la novela de Mérimée a la ópera de Bizet se operó una simplificación del personaje central y una poda de los perfiles más problemáticos. En la ópera desaparece, así, la Carmen que vende su cuerpo por dinero, la hechicera, la adúltera, la instigadora del asesinato de su marido, la ladrona. El personaje queda reducido a su mera dimensión carnal y sexual, lo que bien mirado desde la perspectiva de la moral burguesa del momento, era aún más escandaloso. En efecto, la Carmen de Bizet es una mujer cuyas únicas transgresiones son el contrabando (un tópico del momento ya establecido por el famoso polo de Manuel García Yo que soy contrabandista) y el libre uso de su cuerpo y de sus pasiones con aquellos hombres que en cada momento más le atraigan. No es de extrañar la reacción de algunos de los críticos de primera hora, espantados por la aparición en la modosa escena parisina de una fuerza sexual de tal calibre.
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