La voluntad de creer | crítica de teatro

La palabra que te arrastra

Una escena de 'La voluntad de creer'

Una escena de 'La voluntad de creer' / laia nogueras

Pablo Messiez escribe y dirige una versión de la película  Ordet de Dreyer que, a su vez, estaba inspirada en una pieza teatral de Kaj Munk. No es necesario conocer estos antecedentes para seguir con atención La voluntad de creer, un ejercicio intelectual que tiene como base la impresionante sabiduría teatral de la que siempre hace gala el argentino. Un dominio hercúleo de la palabra que convierte la primera hora del montaje en  una delicia gracias al discurso inagotable  de su verbo.

Lo sorprendente, a mi humilde entender, es el tema que trata, la fe, esa voluntad de creer  de la que hace referencia el título de la obra. Una familia vasca, hablo de la función, no de sus referentes, formada por cuatro hermanos, tres mujeres y un hombre que viven en un pueblo sin nombre, aparentemente alejados de una gran población.

La llegada de la hermana que se fue tiempo atrás, acompañada de su esposa embarazada, provoca, como en una obra de Chéjov, la activación de la trama. Los intérpretes rompen la cuarta pared y desde un comienzo destripan el argumento. La cuñada embarazada morirá en el parto, una de las hermanas es poeta, la otra una amargada cargada de vis cómica que endulza todas sus escenas provocando la risa. La hermana lesbiana, enamorada, ha vuelto a casa para tener a su hija, para estar acompañada en el parto.

Por último, el hermano se cree Jesucristo y trae la buena nueva del valor de creer, la fe, en mayúsculas, moverá las montañas. La misma fe que hará que ante la muerte de la cuñada en el parto haga que se obre el  milagro de la resurrección.

Durante la primera hora, el texto de Messiez, la escenografía, viva, de Max Glaenzel, la iluminación de Carlos Marquerie y las interpretaciones maravillosas de Marina Fantini, María Jáimez, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro y Mikele Urroz hacen que uno sienta que asiste a un concierto que usa la palabra como música.

Nos embelesamos con la flauta de Messiez-Hamelin y su indiscutible poderío sobre el lenguaje y la tramoya dramatúrgica. Pero, al que escribe, le va asaltando la duda al sentir que Messiez nos habla realmente del acto de fe y se sorprende, al final, de no ser creyente y quedarse fuera del artificio.

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