Parménides en la Selva Negra
Terror y poesía | Crítica
Athenaica publica Terror y poesía, ensayo de Marc Crépon sobre el célebre encuentro en la cabaña de Todtnauberg entre Martin Heidegger y Paul Celan, y sobre la disparidad esencial -política, poética y humana- que se sustanció en ambas obras.
La ficha
Terror y poesía. Marc Crépon. Trad. Federico Rodríguez. Prólogo, Andreu Jaume. Athenaica. Sevilla, 2025. 160 págs. 17 €
El 25 de julio de 1967 tendrá lugar un encuentro, de grave significación cultural, entre el filósofo alemán Martin Heidegger y el poeta rumano Paul Celan. El primero, formulador de una filosofía del ser, próxima al Reich. El segundo, judío de Cernowitz, hoy en Ucrania, autor de una poesía donde se repudia el totalitarismo. El lugar del encuentro tampoco carece de importancia: se trata de la cabaña que Martin Heidegger poseía en la proximidad Todtnauberg, en la Selva Negra. En un “Prólogo” relevante, Andreu Jaume pormenoriza y ordena los detalles de aquel encuentro, donde Heidegger guardará silencio sobre su participación en el nazismo, en tanto que Celan se despedirá esperando una palabra de perdón. Un perdón que Heidegger nunca pronunciaría (Celan, que padeció el presidio en campos de trabajo, perdió a sus padres en campos de exterminio). En el “Prólogo” también se enuncian los presupuestos culturales y las consecuencias políticas que se traslucen en la obra de ambos. Este es, en última instancia, el contenido del ensayo de Marc Crépon: la indagación en la poética de ambos, a través de su lectura dos poetas: Hölderlin en el caso de Heidegger; Mandelstam en el de Celan.
De algún modo, Heidegger y Celan repiten el mismo problema que habían planteado Heráclito y Parménides
Lo que busca Heidegger en la poesía de Hölderlin es parejo a lo que encontraría Jung en el induismo: cierta idea mineral y arcaica de la humanidad, considerada más allá o más acá del individuo. Es decir, una idea robusta y presocrática del ser, próxima a la idea de Parménides. En cierto modo, el “duelo” establecido entre Heidegger y Celan repite el mismo problema que habían planteado Heráclito y el mencionado Parménides; o por no irnos tan lejos, la individualidad neurótica de Freud y el ultramundo que aguardaba Jung, caída la noche, en su torre-castillo de Bollingen. En todo caso, aquello que espera Heidegger es el remedio a la porosidad y el apelmazamiento del idioma que ya había señalado Hofmannsthal en su Carta de lord Chandos, y que Hölderlin conjuraría, con un siglo de anticipación, retrayéndose a la idea de Grecia. Este mismo giro es el que adoptará Nieztsche, otro modelo/antagonista de Heidegger, cuando analice el origen de la tragedia. Hay una particularidad, no obstante, que distingue a Hölderlin y anticipa a Heidegger sustancialmente: esa Grecia ensoñada y arcádica de Hölderlin es una Grecia alemana. Y es considerando a la poesía como nervio medular de un pueblo, como horma viva e imperecedera de lo nacional, como Heidegger entenderá la función y la naturaleza del poeta. Para comprender este salto, basta considerar a dos autores germanos: Winckelmann, quien formula la originalidad artística como fruto de la imitación de los antiguos griegos. Y Fichte, quien traspondrá los derechos individuales a la nación, creando una fisiología de lo alemán, un fantasma secular, macizo e imperecedero. Todo lo cual debe considerarse junto a Herder y su distinción de las historias nacionales, contra el universalismo anaerobio de Monstesquieu.
Según recuerda Crépon con acuidad, este ser nacional auténtico, que se hace extensivo en la poesía, y que obra sobre el romanticismo exaltado y patriótico de Hëlderlin, es el que Heidegger creyó posible a través del Reich. En Celan, a través de Mandelstam, encontraremos una metáfora opuesta a la del regreso al hogar, a la palabra primera, cuando “en la noche del mundo, el poeta dice lo sagrado”. En Celan y Mandelstam, judíos ambos, y ambos perseguidos hasta el oprobio, la metáfora es la del poeta como náufrago exausto y aterrado que arroja su botella -el poema- a la espera de un “interlocutor providencial” que prolongue y avive su mensaje. Tampoco ellos se hallarán ajenos al influjo y al magisterio de lo antiguo. En esta salvación del individuo, que se conjura contra el idioma estabulado, previsible, en indigna cuadrícula, del poder totalitario, comparece, de algún modo, el De rerum natura de Lucrecio, al comienzo de su libro II. Es ahí donde el poeta romano concluye que la “dulzura” de contemplar las fatigas de los marineros en una mar embravecida se extrae, no de la maldad humana, sino de considerarnos a salvo. Los náufragos Celan y Mandelstam se dirigen a ese observador de la costa: a ellos, interlocutores providenciales, va destinado el placer que procura un poema nacido del dolor, pero cuyo objeto es el futuro. El futuro en Heidegger es una reformulación estática del regreso al origen, del viaje a lo idéntico, consustancial a Parménides, pero perfeccionado en la nación nacionalista e indubitable de Fichte. No ocurre así en la escalofriante soledad del Celan de los Poemas póstumos: “No te escribas/ entre los mundos,/ al borde de la huella de las lágrimas aprende / a vivir”.
Digamos que este ensayo de Crépon resume cautelosa, pero implacablemente, una historia política contemporánea, desde Rousseau a nuestras horas.
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