el gallinero (Un strindberg andaluz) | Crítica de teatro

El tiempo pasado siempre fue mejor

El elenco al completo de 'El gallinero'

El elenco al completo de 'El gallinero' / Felipe Rodríguez

En 2020 la compañía Resistente irrumpió en el panorama teatral andaluz con una deslumbrante propuesta, ‘Los árboles’ a la que añadieron el subtítulo de 'un Chejov andaluz'. La obra era un denodado trabajo que aglutinaba a un buen número de artistas andaluces que habían demostrado su gran valía profesional en sus carreras particulares. Se estrenó en el Teatro Central justo un mes antes de que se declarase la pandemia en España lo que lastró, como a toda la actividad teatral, su continuidad en los escenarios.

Tres años después estrenan ‘El gallinero’ al que añaden, de nuevo, el subtítulo 'un Strindberg andaluz'. Pero esta vez, siguiendo una alarmante tendencia del teatro actual, no versionan una obra teatral del sueco sino que se inspiran en una de sus primeras novelas  ‘La habitación roja’.

Escrita en 1879 el argumento sigue la vida de un joven empleado estatal idealista, Arvid Falk, que deja su trabajo como oficinista para convertirse en periodista y escritor. Pero allá donde va se encuentra con altos grados de corrupción, de hipocresía y una moral puesta al servicio de intereses espurios. Ni la política ni el mundo del arte se libran de esta falta de valores.

José Luis de Blas traslada esta realidad a una Sevilla de los años setenta. El joven se llama Rengel (Fernando Jariego) y es un chico sin experiencia ni vital ni profesional que quiere hacer teatro. Se introduce en una compañía en la que conoce a su director (Arturo Parrilla) y a su mujer (Lola Botello) y a una de las actrices jóvenes de la que se enamora (Nieve Castro). Carmen León se reserva varios papeles, desde la narradora omnisciente y corifeo hasta un personaje masculino. La música en directo de Chano Robles se convierte en el sexto de los personajes.

La elección dramatúrgica es radical. Todos los intérpretes están presentes en el escenario. No hay entradas ni salidas. El escenario es el no escenario. Ciclorama limpio detrás que le da juego a la iluminación de Carmen Mori para crear unas bellas imágenes en el comienzo de la pieza pero que luego se va volviendo neutro.

El vacío como estética, o como necesidad ante un bajo presupuesto, es una opción sino fuera porque los directores José Luis de Blas, Lola Botello y Natalia Jiménez Gallardo han decidido, en el resultado final, prácticamente no mover a sus actores. Se entremezclan monólogos y diálogos, principalmente dúos, en los que los personajes no dan ni un paso. Un estaticismo exagerado que va lastrando la obra a medida que se va desarrollando.

La traslación a los años 70 a una Andalucía tardofranquista no se palpa. El cruce, ensimismado, del  metateatro, una vez más el cambio y la discusión política y moral se hace en el seno de una compañía de teatro, con los incipientes movimientos feministas pecan de una candidez que parecen olvidar que vivimos en un mundo donde existe un ministerio de Igualdad. Todo se apunta pero no se concreta.

Las referencias a Shakespeare (sin mucho sentido), a que un tiempo pasado siempre fue mejor, al amor no correspondido, a la bisoñez de la juventud, acaban resultando monótonas ante una obra a la que parece que le falta nervio.

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