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Última noche en el Soho | Crítica

Original excursión gótica al Soho de los 60

Anya Taylor-Joy, en una escena de ‘Última noche en el Soho’, de Edward Wright.

Anya Taylor-Joy, en una escena de ‘Última noche en el Soho’, de Edward Wright. / D. S.

Si algo está claro es que al muy estimable director inglés Edgar Wright le gusta jugar con los géneros populares de los años 60 que a la vez reverencia y parodia en formato de comedia gamberra. Lo hizo con el espagueti-western en A Fistful of fingers (que podría traducirse como Por un puñado de dedos por la alusión al título inglés de la película de Leone), con las películas de zombis en Zombis Party, con el thriller de superpolicías en Arma fatal (quienes le pusieron su título español lo captaron bien aludiendo a Arma letal), con los superhéroes en Scott Pilgrim contra el mundo, con el terror fantástico en Bienvenidos al fin del mundo, con el thriller de persecuciones y atracos perfectos en Baby Driver y ahora con el thriller psico-sexual, tan de los 60, en Última noche en el Soho.

Extremando su pasión por revisitar zumbonamente el pasado del cine, en esta ocasión hace que su protagonista viaje a él: obsesionada con el brillante Londres de los 60 la protagonista viaja en sueños que se prolongan en la vigilia a él como una especie de Alicia en el país de las maravillas gótico-pop para verse metida en una pesadilla que debe tanto, y por trozos, al Powell de El fotógrafo del pánico, al Basil Dearden de Noche de pesadilla, al Rowland de Cazador de mujeres –todas de los 60– y al coetáneo Argento.

La protagonista es a la vez ella (la joven Eloise obsesionada con el Londres pop de los 60 y algo dada a ver fantasmas, interpretada por Thomasin McKenzie) y Sandie (la aspirante a cantante que vive en aquel Londres y también tiene algo que ver con el universo de los fantasmas, interpretada por Anya Taylor-Joy); vive a la vez en el presente desde el que sueña el pasado y en ese pasado que resulta no ser tan ligero, brillante y divertido como el que soñaba, y se empeña en aparecer en el presente. Entre Eloise y Sandie, dejando las cosas claras en cuanto a intenciones, homenajes y rememoraciones, está la anciana interpretada por Diana Rigg, la señora Peel de Los vengadores, explosivo icono pop de los 60, y el único amor de James Bond en Al servicio secreto de Su Majestad tan recordada, por cierto, en Sin tiempo para morir. Que esta fuera la última película de Diana Rigg da un tono especialmente lúgubre a su aparición. Terence Stamp y Rita Tushingham, iconos pop por sus interpretaciones en Modesty Blaise y El Knack… y como conseguirlo, también aparecen en este brillante y perverso juego con el pasado. Porque el Soho de los Kinks, los Rolling, los Beatles, Petula Clark y Mary Quant se parece al Whitechapel de Jack el destripador y la ilusionada Eloise se convierte en una especie de detective del tiempo.

Arriesgado, pero logrado, el juego de Wright llevando el terror y lo fantástico al límite de lo grotesco y el homenaje al de la parodia. Perfectas las dos intérpretes de los dos personajes peligrosamente próximos pese a la distancia temporal, especialmente Anya Taylor-Joy. Extraordinaria la banda sonora, tanto por las músicas de fondo de Steven Price como, sobre todo, por el repertorio de canciones y bandas sonoras de los 60 que va de la compuesta por John Barry para Beat Girl a canciones de Dusty Sprinfield, Cilla Black, Petula Clark, Sandie Shaw, The Who o The Kinks.

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