Análisis

Diego Martínez López

Profesor de Economía. Universidad Pablo de Olavide

Reforma fiscal: primero el cómo

En la coyuntura actual se hace inevitable añadir el objetivo de aumentar la recaudación tributaria a los que habitualmente se marcan respecto a la eficiencia y la equidad del sistema

Reforma fiscal: primero el cómo

Reforma fiscal: primero el cómo

Previsiblemente, más pronto que tarde, el Gobierno constituirá un grupo de expertos para que le asesore sobre uno de los proyectos estrella de la legislatura: la reforma fiscal. Al menos así se ha manifestado en repetidas ocasiones desde posiciones oficiales. Aunque la tarea que este grupo tendrá por delante no es desdeñable, también es cierto que no se empieza desde cero. El llamado informe Lagares de 2014, que duerme el sueño de los justos desde entonces, ya apuntó algunos de los temas críticos. Y la opinión de muchos académicos sobre este tema contiene desde hace años más elementos de convergencia que de discrepancia.

Sin embargo, sí deberían cuidarse algunos aspectos iniciales, digamos de método, que a mi juicio ayudarían a llevar la empresa a buen puerto. El primero, no por obvio menos importante, apela a la propia configuración y funcionamiento del grupo. Lo ideal sería un número de expertos relativamente pequeño y muy operativo en los debates, que trabajase con la necesaria discreción, de tal forma que las discrepancias no trasciendan en tiempo real a la opinión pública –para eso ya está el Consejo de Ministros, si se me permite la ironía–. Esta condición no impediría, por supuesto, el que una vez finalizado los trabajos, tanto el contenido de las discusiones como, en su caso, los votos particulares, sean convenientemente publicitados.

Una segunda sugerencia conllevaría poner el foco de atención más allá del enfoque habitual de las reformas fiscales. En efecto, la aproximación convencional de una reforma tributaria es moverse a lo largo del dilema entre eficiencia y equidad. Los impuestos no pueden ser al mismo tiempo eficientes, es decir, poco dañinos con el comportamiento de la gente, y equitativos, esto es, progresivos (simplificando). Por ello, las reformas tributarias suelen concentrarse bien en limpiar (o añadir) ineficiencias, bien en aumentar (o reducir) la equidad. Con otras palabras, se trata de situar al sistema fiscal en el menú eficiencia versus equidad.

Y todo ello es habitual realizarlo en un contexto de recaudación constante. Salvo la reforma fiscal de 1977, que sí tuvo un claro objetivo recaudatorio al tiempo que modernizador, los sucesivos ajustes tributarios realizados en nuestro país se han concentrado en mejorar la eficiencia (con resultados poco satisfactorios) sin dañar en demasía la equidad, o viceversa. Luego la realidad ofrece, por añadidura, mayores o menores ingresos públicos, e incluso algunos jurarán haberse encontrado con el fantasma de Laffer. Pero el elevar la recaudación no suele formar parte de los objetivos explícitos de las recientes reformas fiscales españolas.

En la coyuntura actual, sin embargo, se hace inevitable añadir este objetivo como uno más a los de eficiencia y equidad. Los motivos son evidentes. Dado el tamaño de nuestro Estado de Bienestar, tanto en su fotografía actual como en lo que se prevé a futuro (léase pensiones), los recursos presentes son insuficientes para financiar semejante nivel de gasto. Además, el volumen de deuda pública que hemos generado durante la pandemia habrá que ir amortizándolo y con el mero crecimiento del PIB no será suficiente.

La tercera sugerencia que me permito apuntar tiene que ver con la financiación autonómica. No se puede emprender una reforma fiscal sin tener en cuenta que la mitad del IRPF y del IVA y el 58 por ciento de los impuestos especiales se encuentra cedido a las Comunidades Autónomas (CCAA). E impuestos como el de Sucesiones y Donaciones o el de Patrimonio en su totalidad. De una forma u otra se tendrá que afrontar la armonización de algunos de estos impuestos. Y ojalá que seamos capaces de abordarla con la misma actitud con la que nos enfrentamos a la armonización europea del IVA: casi sin reparar en ella y entendiéndola como una extensión natural de compartir espacio económico.

En este terreno de los impuestos autonómicos se puede jugar, además, con el sistema de financiación y no solo con leyes tributarias. Existe un concepto, poco conocido y peor calculado, que es el de la recaudación normativa y que sería de utilidad para ponerle el cascabel al gato. Se trata de definir con parámetros comunes a todo el país la recaudación que las CCAA deberían alcanzar en esos impuestos que tienen cedidos. Sobre esa base, todas ellas aportan o reciben recursos del sistema de financiación y si, por autonomía tributaria, deciden reducir esos impuestos, allá ellas: dispondrán de menos recursos y contribuyentes más contentos. Pero a efectos del sistema de financiación no figurarían con su recaudación real sino con la normativa, que sería superior y, por tanto, más gravosa para las arcas autonómicas.

Este concepto ya se utiliza en el sistema actual pero las cifras de dicha recaudación normativa no se encuentran bien calculadas. Sería clave aquí aproximar el perjuicio que la competencia fiscal a la baja genera en otras CCAA, que ven como sus bases imponibles huyen por motivos fiscales y no buscando mayor competitividad. Este perjuicio debería ser el precio pagar, vía recaudaciones normativas bien definidas, por aquellas CCAA que en el ejercicio legítimo de su autonomía tributaria deciden bajar impuestos.

En definitiva, un posible proyecto de reforma fiscal sería una magnífica oportunidad para mejorar la solvencia financiera del Estado de Bienestar, elevando la recaudación pero muy pendientes de la eficiencia. Y si los expertos consiguiesen que algunos políticos no identifiquen presión fiscal con justicia social, como algunos claman desde hace tiempo, miel sobre hojuelas. Más valdría, por el contrario, que mirasen a la justicia social con las gafas de la equidad, tantas veces ignorada cuando se diseñan impuestos sin atender a su traslación, esto es, a quien los paga en realidad. Suelen ser los más débiles del mercado los contribuyentes reales de impuestos pensados para “ricos” o poderosas multinacionales.

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