El año pasado me estrené como nazarena. Tantos años hablando de ti. De tu túnica, del calor que pasas a veces, de las frustración cuando la lluvia nubla tus ilusiones, del sacrificio que supone salir con tus titulares y no verlos en todo el recorrido, de tus promesas, de lo que me cuentan tus ojos, de la sonrisa que te desborda... Tantos años hablando de la emoción que supone vestirse de nazareno, de los nervios, de cómo llegas caminando desde tu casa hasta tu iglesia, sin hablar, a veces en soledad, otras con la familia. Tantas veces, tantas... Y nunca lo había experimentado en primera persona. Nunca me había puesto una túnica. Hasta el Lunes Santo de la pasada Semana Santa.

Vestirse de nazarena es revestirse de todas las emociones que a veces, demasiadas, tenemos escondidas. Es reafirmarte en tus creencias, volver a tu infancia, a esos años cuando llegabas con tu madre hasta la Basílica de la Macarena para verla a Ella, es coger caramelos en la Avenida siendo aún muy niña, es volverte a recordar por qué estás ahí, por qué vistes la túnica, por qué crees en Jesucristo y en su bendita Madre. Vestirse de nazarena es dar gracias a Dios constantemente, es acordarte de los tuyos durante todo el recorrido, es emocionarte cuando ves, a través del antifaz, a un padre con su hijo en brazos, a niños que alargan su mano pidiéndote caramelos. Vestirse de nazarena es una inyección de vida, de espiritualidad.

El año pasado me vestí de nazarena con la Hermandad del Beso de Judas. Tantos años contando cómo el olivo del hermoso paso de misterio acaricia el dintel de la puerta y sube majestuoso la rampa hasta salir a su plaza adoquinada, tantas Semanas Santas narrando cómo el sol se cuela por el palio de malla de la Virgen del Rocío, cómo el incienso envuelve a los acólitos que presiden el palio y ahora... ahora era yo una de las nazarenas que te acompañaban. Se me escapó una lágrima. Bueno, en realidad fueron muchas.

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