Visto y Oído
Francisco Andrés Gallardo
Celebración
EN un arrebato de brillantez urbana, Sevilla ha decidido que ya es hora de que sus ciudadanos se liberen del yugo de la modernidad, de esos incómodos recordatorios del pasado industrial que estropean la vista y ocupan un espacio valioso que bien podría destinarse a propósitos mucho más nobles, como la construcción de un hotel de lujo o un nuevo centro comercial. La antigua factoría de Tabacalera Española, conocida afectuosamente como Altadis, ha sido seleccionada como el próximo sacrificio en este altar del progreso. Pero no, no debemos llorar. ¿Por qué deberíamos?
Por supuesto, algunos aguafiestas se atreverán a sugerir que estamos cometiendo un crimen contra nuestro patrimonio, que estamos demoliendo no solo edificios, sino también la historia y la memoria colectiva de Sevilla. ¿Pero qué son estos edificios, sino feos bloques de ladrillo y cemento, construidos en un momento de racionalismo arquitectónico que, francamente, solo pensaba en funcionalidad y en mejorar la vida de los trabajadores? ¡Qué falta de visión!
Gracias a la diligente labor de los últimos gobiernos municipales del PP y del PSOE, ahora entendemos que el verdadero valor de Altadis no radica en su arquitectura o en su historia, sino en el jugoso potencial inmobiliario de su terreno. ¿Acaso no es un uso mucho más loable de este espacio su transformación en un hotel brillante con vistas al río, unas oficinas acristaladas que reflejen el sol andaluz, o quizás un estacionamiento donde los vehículos pueden descansar en paz? ¿A quién le importa que los edificios originales, ejemplos magníficos del Movimiento Moderno, vayan a ser reemplazados por estructuras que no desentonarían en ningún otro lugar del mundo? La singularidad está sobrevalorada.
Algunos dirán que este es un atentado contra la memoria del trabajo y la producción, que los edificios de Altadis eran testigos de la dignidad de los trabajadores, de la solidaridad y la innovación. ¡Qué sentimentalismo más pasado de moda! El trabajo manual y la producción son cosas del pasado; lo que necesitamos ahora es espacio para el consumo, para el ocio, para la especulación inmobiliaria. Después de todo, los turistas no vienen a Sevilla a ver fábricas; vienen a consumir su dosis de “autenticidad” perfectamente empaquetada.
La solución a este anacrónico problema, por supuesto, es una que ya se está implementando con gran éxito: una demolición casi total, con una pizca de “rehabilitación” para mantener las apariencias. Es reconfortante saber que la normativa patrimonial, tanto nacional como internacional, puede ser interpretada con la suficiente flexibilidad como para permitir que lo que fue un conjunto coherente de arquitectura industrial se convierta en un parque temático para la globalización. Al fondo KKH Property Investors se le ha permitido intervenir con mano firme, aplicando el mismo cuidado que uno pondría al arrasar una aldea en medio de una guerra: que no quede piedra sobre piedra, salvo, claro está, las que queden bien en las postales.
Al fin y al cabo, ¿qué son las normas de conservación patrimonial sino un molesto obstáculo en el camino del progreso? La conservación de la integridad de un sitio industrial es una idea hermosa en teoría, pero en la práctica, ¿no es mucho más práctico y rentable llenar esos espacios con nuevas construcciones más acordes a los tiempos modernos? La Carta de Nizhny Tagil sobre el Patrimonio Industrial y todas esas otras recomendaciones internacionales son, al parecer, solo sugerencias, no mandatos.
Y así, mientras los bulldozers rugen y las estructuras de Altadis caen, Sevilla se asegura un lugar en el futuro, un futuro donde la memoria es algo que se vende en las tiendas de souvenirs y donde la historia se reescribe con la tinta dorada de la especulación. No debemos llorar por lo moderno; debemos aplaudir su paso a mejor vida. Que Altadis, en su desaparición, nos enseñe una última lección: el valor de lo efímero y el poder redentor del cemento fresco.
Sevilla no debe temer la pérdida de sus patrimonios; después de todo, siempre podemos construir otros nuevos, de esos que parecen viejos pero no lo son, y que, más importante aún, son rentables. Porque al final, ¿qué importa la historia, la identidad o la memoria cuando tenemos ante nosotros la promesa de un nuevo skyline y la posibilidad de más habitaciones con vistas? ¿No es eso lo que realmente cuenta? ¿Por qué no lloramos por lo Moderno? Una modesta demolición.
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