¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El ensayo general de la Magna
la tribuna
EN nuestro país se producen a veces verdaderas paradojas que, supongo, están fundamentadas en nuestra relativamente escasa tradición democrática.
Estamos asistiendo a una exigencia en avances democráticos como la transparencia y pluralidad y, al mismo tiempo, se está pidiendo la supresión de órganos que fiscalizan la acción del poder (como los defensores o las agencias de control independientes) que, como cualquier demócrata sabe, son decisivos para garantizar la calidad de la vida democrática y, sobre todo, para evitar que las administraciones vulneren los derechos de la ciudadanía.
El presidente estadounidense Theodor Roosevelt dejó dicho que una gran democracia debe progresar día a día o pronto dejará de ser grande o de ser democracia. En España se vienen conquistando cotas de calidad democrática impensables para las anteriores generaciones merced a un esfuerzo titánico y a través de hitos de muy difícil gestación. Estos avances no están protegidos por ningún poder divino y no tenemos más garantía de conservación que no sea nuestro propio celo para preservarlos.
Es normal que una situación de crisis tan grave como la que estamos viviendo perturbe a toda la sociedad y obligue a tomar medidas excepcionales, pero incluso así hay que actuar con inteligencia y entender que la crisis económica no puede servir de excusa para dejar en el camino aquello que constituye una pieza esencial para la convivencia pacífica o para que la democracia funcione con normalidad.
No podemos dejar en el camino el papel de la igualdad como motor efectivo del progreso e incluso de los beneficios empresariales en sociedades verdaderamente competitivas, o prestarle demasiada atención a las voces de quienes creen que la sociedad ahorra suprimiendo la figura del defensor del pueblo, el control de las cuentas públicas o del consejo de audiovisual. Y esto por una razón bien sencilla: en términos estrictamente monetarios se ahorra realmente el chocolate del loro, pero si en su lugar contabilizamos, como debe ser, el valor efectivo que tienen estas instituciones para la vida social y para la democracia, resultará que suprimir los instrumentos de control nos puede costar verdaderamente caro.
¿Acaso nos sale gratis malformar a nuestra infancia? ¿Qué cuesta vivir en una sociedad que no termina de desterrar los valores machistas porque sus medios de comunicación los refuerzan y nadie tiene competencia para llamar la atención sobre ello? ¿No es más ineficiente y menos competitiva una sociedad zafia, maleducada o inculta?
¿Acaso no tiene valor que el ejercicio del poder esté equilibrado y no sea sólo un privilegio de ciertos grupos financieros, empresariales o mediáticos?
Nadie duda hoy día de la influencia que ejerce la televisión en la ciudadanía y del poder que esta tiene. Según los datos del Barómetro Audiovisual -un estudio que realiza anualmente el Consejo Audiovisual de Andalucía-, más del 73% de los andaluces consideran que la televisión influye bastante o mucho en la opinión pública. Por eso no es de extrañar que el 87,9 % de los encuestados vean necesario regular sus contenidos y su publicidad, mientras que un porcentaje similar, el 87%, piensa que debe sancionarse a los medios que incumplan la legislación.
Mantener la salud y la calidad democrática de la sociedad española es algo que debemos hacer entre todos, pero sobre todo es algo que debemos a las generaciones futuras. A nadie le puede parecer superfluo vigilar el uso que el poder político, económico o mediático hace de esas poderosas herramientas. ¿A quién le puede interesar que los ciudadanos queden indefensos ante los excesos de ese poder? Y, sobre todo, ¿qué manera de contabilizar lo que cuesta una institución es aquella que sólo hace balance de los costes monetarios explícitos? La sociedad debe dotarse de instrumentos válidos para que la transparencia y la austeridad sean una realidad, para garantizar el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen, para preservar los derechos específicos de sectores sociales especialmente vulnerables como es el caso de los menores, para asegurar el pluralismo, para que vigilen la discriminación, la exclusión, la competencia desleal, y un largo etcétera.
No se debe predicar sobre lo que cuestan las instituciones democráticas sin darle valor a los valores, a la cultura, a la capacidad de relacionarnos mejor unos con otros o al equilibrio en el ejercicio del poder. Sólo el necio, decía Machado, confunde el valor con el precio.
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