La ciudad y los días

carlos / colón

Derrote de toro herido

NO importan los fríos que nos anuncian: son derrotes de toro herido de muerte. Cada día son más los minutos que el sol viste de oro a la Inmaculada de la Plaza del Triunfo. Entre las seis y las siete de la tarde los bloques más altos que emergen aislados entre el caserío de los barrios parecen lingotes de oro. Pasadas las siete y media, bendito sea Dios, aún hay un estertor de luz, un temblor azul marino, sobre las lomas del Aljarafe. Hoy es la Candelaria -la fiesta de la luz-, hay Función Solemne a Jesús Nazareno en San Antonio Abad y empieza el Septenario de la Amargura en San Juan de la Palma. Se limpia plata en las dependencias de las hermandades, resucitan túnicas en los armarios de las casas más previsoras, llegan los boletines avisando de las fechas para recoger las papeletas de sitio, suena el eco de Jesús de las Penas mientras la luz avanza a paso largo por Alfaqueque buscando Cardenal Cisneros. Se preparan rasos azules, fajines de colores, tules y halos de estrellas. Un amargo olor a naranja pregona azahares. Dos voces blancas nos cantan por dentro Redde mihi laetitia.

Somos hijos de la luz, algunos. Hijos del Sur en el que, según Albert Camus, el sol borra todas las preguntas. Hijos de esta clara ciudad en la que, como escribió Cansinos-Assens desde su exilio madrileño, tu alma no se hubiera cubierto de nieblas de congoja. La muerte es frío y oscuridad, como el invierno. La vida es calor y luz, como el verano. A parir se le llama dar a luz. A morir se le llama apagarse. La pena es negra y la alegría, blanca. El dolor es morado y la esperanza, verde. A los demonios se les llama hijos de las tinieblas y a los ángeles, hijos de la luz. Por eso la primavera que ya nada puede parar es la gozosa transición de la muerte a la vida. Eso que los cristianos llamamos resurrección.

Busca las tablas el frío y cede la noche, maldita sea su estampa, arrollada por el día con la fuerza incontenible con la que Gordon Scott o Steve Reeves hacían retroceder, empujándolos con el tronco de un árbol descomunal, a un ejército entero de bárbaros en las películas de Hércules o de Maciste que de niños siempre veíamos -estrellas, jazmines, damas de noche, pipas de calabaza, adobo, salamanquesa, humo de Celtas danzando en el haz de luz del proyector- en cines de verano que se llamaban Arrayán, La Gloria, Santa Catalina, Ideal, Gran Plaza o Alfarería.

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