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Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Elogio del sombrero y reivindicación del paipay

Desde hace ya tiempo los sevillanos han recuperado el sombrero, pero este año sin toldos será obligatorio

Pudieron ser los nervios o el poco estudio, pero lo cierto es que cuando aquel tío abuelo se presentó al examen de Bachillerato y el tribunal de rancios catedráticos le preguntó por los comuneros, balbuceó: "Fueron tres: Bravo, Padilla y Crespo". Para las víctimas de la Logse aclararemos que los tres líderes de aquella revuelta contra el rey Carlos fueron en realidad Bravo, Padilla y Maldonado, y que el chiste consiste en que mi pariente se hizo un lío y mezcló a dichos próceres (hoy reivindicados como los padres de un imposible nacionalismo castellano) con una famosa sombrerería sevillana: Padilla y Crespo, negocio que aún pervive, aunque reconvertido en tienda de souvenirs con algún que otro gorro para disimular. Aquellos años de la posguerra en que se produjo el examen fueron los últimos coletazos del sombrero, una prenda que la modernidad de la II República había ido arrinconando y que el primer franquismo intentó recuperar sin éxito. Recuerden aquel oportunista anuncio de la madrileña sombrerería Brave: "Los rojos no usaban sombrero". Ni por esa remontó el sector.

A partir de los años 50 se impuso definitivamente el sinsombrerismo y la prenda quedó prácticamente para uso exclusivo de los uniformados, algún marqués demodé y los cabales del agro. Sin embargo, el cambio climático, la moda y una mayor conciencia de los daños que produce la excesiva exposición al sol han provocado que, desde hace unos años, en Sevilla se haya experimentado un renacer del sombrero en los meses del estío. Este verano, además, debido a la ineptitud municipal y a la ausencia de velas en las principales calles comerciales, el uso de la prenda va a ser casi obligatorio. Yo mismo ya no salgo a pasear en las horas más duras del día sin mi panamá de ultramar o sin mi chambergo de ala generosa, como de militar africanista. Lo contrario sería una temeridad.

El sombrero es útil y elegantón, a qué negarlo y, como se dice ahora, genera economía. Sombrererías con solera como Antonio García, en Alcaicería, o Maquedano, en Sierpes (uno de los escaparates más auténticos de Sevilla), vuelven a tener una segunda oportunidad después de limitarse durante años a la venta de sombreros de ala ancha y gorrillas camperas. Lo curioso de esta edad del fuego que estamos inaugurando es que las soluciones siguen siendo las antiguas: árboles, toldos, agua fresca, ropa ligera (pero digna) y un buen sombrero como el de J. Stephenson en La Carta. Ahora, hay que recuperar el paipay, esa maravilla que trajimos de Filipinas y que nuestros abuelos meneaban con distinguida desgana.

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