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Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

De la Enramadilla a Viapol

Antes de los tajos del 92 aquello era la raya ferroviaria que separaba la Sevilla céntrica de la periférica

Cuenta una leyenda urbana contemporánea que el proyecto del edificio que alberga a la Facultad de Económicas se pensó para ser un penal -de ahí ese gran patio central que recuerda a los clásicos del cine carcelario-, pero que el crecimiento urbano desaconsejó colocar una colonia de presos en medio de lo que ya se estaba conformando como uno de los ensanches burgueses de la ciudad. La realidad es más prosaica. Fue un encargo exprés que el rector Manuel Clavero Arévalo y su vicerrector de Infraestructuras, Rafael López Palanco, le hicieron a los que entonces eran dos arquitectos novatos, Gonzalo Díaz Recasens y Fernando Villanueva. Tuvieron que terminar el proyecto en apenas tres meses, con el calor de la canícula sevillana como invitado especial. Aquel año no hubo vacaciones.

Por entonces, el entorno urbano de Económicas era muy diferente al actual. Tanto ha cambiado que lo ha hecho hasta el nombre: de la Enramadilla a Viapol (la toponimia que perdimos). Antes de los tajos del 92 aquello era la raya ferroviaria que separaba la Sevilla céntrica de la periférica, salvada por un puente similar al que sobrevive en San Bernardo, aunque sin sus adornos y oropeles. Una vez se pisaba la zona ignota recibían al viandante, frente al edificio universitario, dos desaparecidos comercios de la carne: el Asturiano, cuyas fabadas salvajes y jugosas tortillas de papas marcaron por igual a generaciones de chicago-boys y de economistas marxistas hispalenses; y el Club Payaso, una de esas güisquerías que proliferaron en la Sevilla de los 70 y 80, con borrachos de mala sombra y náufragas de pelo cardado. Eso era la vieja Enramadilla, un lugar un tanto dislocado y sucio, como tantos en aquella Sevilla en vías de desarrollo. El nuevo Viapol, sin embargo, es un enclave limpio, bien urbanizado, grandullón y completamente insulso. Ni rastro del sexo mercenario ni del colesterol. Para los urbanistas es un nodo intermodal, un no lugar por el que la gente pasa al trote para no perder el tren a Utrera, el metro a Montequinto, el autobús al Aeropuerto o el tranvía a la Plaza Nueva. Sin embargo, para el paseante, es un lugar aburrido y duro, donde se achicharra en verano y se empapa con los chaparrones de otoño y primavera. Viapol, con sus viandantes con prisa, sus picapleitos y sus estudiantes que fuman en narguile como en la morería, es la mejor prueba de una modernización un tanto pava de una ciudad que, pese a sus defectos, nos recuerda que no todo tiempo pasado fue mejor.

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