La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La cochinada de los cubos de enfriar los tanques de cerveza
Enrique Morente era un artista genial, y no es porque, como es tradicional en este país, y en nuestra cultura, seamos más dados a reconocer la valía de las personas en el duelo que a celebrar su éxito en vida, sino por su trayectoria de creador sin parangón. Nadie en su género ha sido tan completo. No sé si sus venerados y celebrados maestros, a los que siempre mencionó como fuente impagable de su propia creatividad, fueron tan poliédricos como él, pero lo dudo, porque hasta el advenimiento de las nuevas herramientas digitales, ordenadores y programas de grabación (protools) ninguno tuvo la libertad creativa de la que disfrutó Enrique Morente en los últimos tiempos de su extraordinaria vida.
El maratón de imágenes y sonidos que, desde su repentino internamiento hospitalario, su temible dolencia y su muerte inexplicable, hemos recibido de todas las etapas de su larga y prolífica carrera a través de los medios de comunicación nos muestra a un hombre entrañable, sencillo, que nunca habló mal de nadie, con un amor sin barreras por su oficio, de una honestidad creadora rayana en lo temerario, que cuando abría la boca para responder a una pregunta te hacía sonreír por su ingenio y su retranca de terciopelo y cuando la abría para cantar te partía el alma con su pellizco prodigioso. La tele nos muestra un Enrique muy distinto cuando habla, cercano, entrañable y humilde, casi doméstico, a cuando canta, trascendido, embelesado y ausente en busca de la melodía imposible, imponente, magistral.
No me hacía falta el repaso biográfico de la figura de mi admirado Enrique para saber lo grande que era, pero me pasé toda la tarde de su malhadada muerte viéndolo tan vivo e ingenioso en su verbo, tan grande y arriesgado en su cante, que me parecía mentira que fueran las imágenes de su necrología. Me parecía imposible que lo que me estaban contando, con los retazos de su vida y milagros desde la pretérita edad del blanco y negro a las gloriosas imágenes de su postrer canto frente al Guernica, no obedeciera a la celebración por haber obtenido una distinción nacional o planetaria por su talento.
Me parecía impensable no volver a hablar nunca más con un amigo tan generoso e imprescindible. Yo, que desconozco todo del flamenco, conozco mucho de voces porque es la herramienta que me ha permitido ser alguien en la vida. Y la de Enrique era, en mi opinión, tan genuina y personal como la de Van Morrison, uno de los tipos que más me han gustado de siempre. Una de las charlas recurrentes con el maestro Morente versaba sobre la posibilidad de reunirlos en un disco buscando un nexo entre el blues y el flamenco. Le decía que la portada ya la teníamos: El León de Belfast vs El León del Albaycín. Eso sí, la portada tendría que ser doble porque con el pedazo de cabeza que se gastaban los dos genios... y Enrique se reía.
Sólo una vez he cantado con Enrique y lo recuerdo como uno de los momentos más emocionantes de mi carrera. Fue para una serie que dirigí en Canal Sur llamada Fiebre de Sur. Cantamos una versión de Cantares de Machado y Serrat. Empezaba yo cantando los primeros versos Todo pasa y todo queda/pero lo nuestro es pasar/ pasar haciendo caminos/caminos sobre la mar...". Enrique seguía cantando por alegrías "Nunca perseguí la gloria...". Y el estudio se llenó de la luz cegadora de la lámpara maravillosa de la voz de Enrique Morente. Gloria eterna, Maestro.
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