La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

El Gran Poder según Roberto Pardo

Nadie ha apresado y expresado la misericordiosa y consoladora verdad del Señor como Roberto Pardo

Escribía ayer de las fotos de la Amargura y el Calvario de Serrano y Haretón que me acompañan desde antes de tener memoria. El tiempo y los recuerdos son importantes. Pero a veces surge una nueva fotografía que desvela como ninguna otra la esencia de una imagen sagrada, lo que representa en nuestras vidas, lo que sentimos, pero no podemos expresar. Es el caso del Gran Poder según Roberto Pardo, del que hoy trato, y la Macarena según Emilio Sáenz, de la que trataré en su mañana de gloria, cuando –¡ojalá!– la Esperanza alumbre de resurrección el luto del Viernes Santo.

Fotografió Roberto Pardo sobre un velazqueño fondo neutro un perfil de la cabeza y el cuello del Señor en un leve contrapicado. Hecha en el inicio de la restauración de 2006, está sin camisa ni túnica, lo que permite ver su poderoso y trágico gesto como nunca se había visto. La mirada baja parece inclinarse sobre el mundo creado por Él, y sobre todos y cada uno de cuantos han sido, somos y serán, con la misericordia, la compasión y la inimaginable pena que solo un Dios puede sentir al ver el sufrimiento de sus criaturas. Es el varón de dolores de Isaías. Es Jesús diciéndonos “no llores”, como a la viuda que perdió a su único hijo, mientras a Él se le enrojecen los ojos –“Ahí llevas / ar mejón de los nasíos, / con los ojos emparpitaos, / del tormento que I’ han dao” le cantaba Manuel Torre al contemplar nuestro desvalimiento. Es Jesús cuando “vio a la multitud y se compadeció de ellos porque parecían ovejas sin pastor”. Es el Dios único –por algo se funden Padre e Hijo en su advocación de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder– en el instante en que, roto de compasión por los hombres, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria”. Es Dios aboliendo toda barrera que lo distancie de sus hijos, la infranqueable distancia que separa la eternidad del tiempo, la vida eterna de las de los mortales, contemplando con ojos de desarmada compasión el sufrimiento del mundo, agónicamente deseoso de compartirlo cargando con él hasta doblegar su poderosa espalda.

Grandes fotos, desde la de Cembrano de finales del siglo XIX a la de Arenas de los años 40, por citar dos clásicos, se han hecho al Señor. Pero ninguna apresa y expresa su desgarrada, misericordiosa y consoladora verdad, la hondura de la compasiva pena de su mirada casi imposible de sostenerse, como la de Roberto Pardo.

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