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La ciudad y los días

carlos / colón

A la Hermandad del Gran Poder

LOS devotos son la gala del Señor. Ante Él los últimos son siempre los primeros. Cuando quienes son primeros en la vida, o creen serlo, pretenden utilizarlo para alimentar sus vanidades, el Señor parece empujarlos suavemente hasta echarlos a un lado para que nadie se interponga entre Él y sus devotos. El Gran Poder, como escribió Núñez Herrera, lleva sobre sí briznas de la carpintería de José y el dolor antiguo de los proletarios. Para el Señor del Gran Poder, que hizo visible la teología de la liberación tres siglos antes de que se formulara, el óbolo de la viuda es el más valioso, la oración del publicano que apenas se atreve a pasar del atrio es la más preciosa y el pecador es el enfermo que más urgentemente necesita la medicina de su compasión infinita.

Pero el elogio de los devotos no debe convertirse, como a veces sucede, en denuesto de los cofrades. La demagogia y el populismo, con su cohorte de resentimientos e injusticias, también culebrean por las hermandades. Es frecuente que se critique la vanidad de los cofrades, su gusto por varas y primeros lugares, su obsesión por el protocolo en los cultos solemnes. Es cierto que hay quienes se sirven de las imágenes y de las hermandades en vez de servirlas. Allá ellos: su condena está escrita. Pero la mayoría no lo hace. Muy al contrario, su única preocupación es el servicio a la imagen, a su culto y a sus devotos.

Y aún hay algo más importante. Sin su Hermandad no sólo no tendría casa, ni recibiría cuidados y culto el Gran Poder, sino que ni tan siquiera existiría. Su Hermandad, que existía desde 1431, lo encargó a Juan de Mesa en 1620 y le pagó dos mil reales de a 34 maravedíes por su hechura y la del San Juan. Su Hermandad lo llevó del Convento del Valle a San Acacio y de allí a San Lorenzo, primero a la parroquia y después a la Basílica que le construyó hace justo medio siglo. Su Hermandad encargó a Ruiz Gijón su paso, y lo pagó; cuidó su culto diario y sus cultos extraordinarios; lo defendió en tiempos difíciles; y lo ha preservado durante casi 400 años tal y como salió de las manos de Juan de Mesa. Por eso si los devotos hacen la grandeza popular del Señor, su Hermandad hizo y hace posible su existencia en vida de culto. Si tanto debemos al Señor, ¿qué no deberemos a la Hermandad que nos lo dio? En estos días grandes de quinario vaya a ella el agradecimiento de la ciudad que reconoce en el Gran Poder a su Señor.

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