Zurab Tsereteli (Georgia, 1934) es a sus 85 años uno de los artistas más poderosos y controvertidos de Rusia. Sus megalómanas esculturas a menudo provocan burlas, asombro y hasta horror. Los moscovitas se las encuentran por todas partes, ya que incluso ha diseñado paradas de autobuses. Presidió durante 20 años la Academia Rusa de las Artes, ostenta importantes distinciones internacionales (como la Legión de Honor de Francia) y es embajador de buena voluntad de la ONU.

Hay quienes ven en sus figuras una versión postsoviética del universo Disney. Así ocurre con la de Pedro el Grande, de 94 metros, que se alza en el centro de Moscú y fue votada por sus compatriotas como una de las diez más espantosas de todo el mundo.

En 2016 inauguró en Puerto Rico un monumento de 126 metros de altura que homenajea al navegante Cristóbal Colón; es mayor, por tanto, que la Estatua de la Libertad o el Cristo de Corcovado. Récords aparte, la estatua es muy parecida al Huevo de Colón de este artista que Moscú regaló a Sevilla con motivo de la Expo 92 y que corona el parque de San Jerónimo, aunque mide tres veces más. De hecho se llama igual, Nacimiento de un Nuevo Mundo.

El Colón puertorriqueño tardó casi dos décadas en hallar emplazamiento porque ninguna de las ciudades a las que Tsereteli se la ofreció la quería en su skyline. A diferencia de la sevillana carece de la cáscara del huevo, pero a cambio tiene un enorme pedestal. No sería extraño que el autor tuviera noticias del vandalismo y expolio que sufre su escultura sevillana y decidiera que la de Puerto Rico se elevara a una altura que dificultase el acceso a los ladrones de cobre.

Para los paseantes y corredores que transitan la dársena del Guadalquivir por su margen izquierda la escultura de Tsereteli es un hito importante y simpático del camino, aunque ignoren todo sobre su autor. También es una imagen del abandono inexcusable de nuestro patrimonio urbano. El que no nos gusten sus colosales dimensiones o su rosto hierático no es excusa para que permitamos que se sigan robando sus piezas con total impunidad.

Si nos lo tomamos con humor, acaso el Huevo de Colón llegue a ser algún día nuestro particular Atomium y atraiga a un turismo interesado en esa escultura contemporánea que Sevilla parece relegar a su periferia. Tsereteli puede ser un artista cuestionable pero, salvo por las gigantescas proporciones, su obra no es más kitsch que la mayoría de los monumentos que, de un tiempo a esta parte, afean el centro de Sevilla. Que, y es sólo una idea, se podrían fundir para contribuir a reponer todas las placas de metal robadas al Huevo de Colón. Eso sí que sería el Nacimiento de un Nuevo Mundo.

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