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Indiferentes por Navidad

A muchos la Navidad se nos ha vuelto vacua. Nos puede como una inercia hacia la nada

En su mensaje de Navidad, asomado al ágora de San Pedro, el papa Francisco ha dicho que "el mundo está enfermo de indiferencia". No es por sobreactuar, pues que lo diga el llamado vicario de Cristo en la tierra a servidor ni le influye ni le deja de influir. Pero quizá sea cierto que en Navidad uno anda como enfermo de indiferencia. Eso sí, a ratos no poco protestón (la aversión al vocerío y a los veladores alcanza ahora su pico). A ratos, también, nos sentimos sensibles con el infortunio del prójimo. Y otras tantas, las más, nos notamos como vacíos o distantes o como esto mismo que señala el habitante del Vaticano: indiferentes, casi hasta la corrosión. ¿Por qué será? Será por la socorrida excusa de siempre: la edad. O será que no se disipan los malos fluidos. O será otro zarpazo de la apatía. O será la desamortización de gran parte de los afectos. O será la falta de serotonina. O será, tal vez, que a uno le cuesta abandonar su zona de confort, la indiferencia, dicho sea en expresión de un psicólogo y no del papa.

A muchos la Navidad se nos ha vuelto vacua. Nos puede como una inercia hacia la nada. Sabemos que no es la Navidad en sí, ese sortilegio de lo perdido, sino la lectura baja que hacemos de ella. De Nochebuena a la Epifanía, estos días los ve uno pasar bajo una veladura de indiferencia. Es como el vapor que en invierno empañaba los cristales del autobús escolar. Sería incluso bonita si pudiéramos admirar esta neblina de indiferencia desde fuera, igual que hemos disfrutado estos días de la bucólica niebla de Sevilla con la mañanera o bajo la noche pronta, mientras corríamos en nuestros precarios carros de fuego por la zona de la Expo, atravesando la pasarela de la Cartuja y la Barqueta, como quien atravesaba la niebla de un inhóspito río del norte de Grecia, como sucede en las películas de Angelopoulos.

Enfermos de indiferencia, pues. Uno cree verdaderamente que Jesús existió como hecho histórico. Y, por creerlo histórico y carnal, también quiere uno creer que bien podría ser el galileo aquello que él mismo dijo ser. Esto es, el Hijo de Dios vivo. Resulta acojonante -y perdón por lo grueso- seguir creyendo hoy que Jesús es el Hijo de Dios y que el Logos hecho carne según el evangelio de Juan, como decía aquí Alfonso Lazo el otro día, se halla en el muñequito frágil que se expone adorablemente en el pesebre de los belenes. Si en el misterio la Virgen María representa la creación, San José es quien encarna la contemplación, que es como nos gustaría figurar para poder observar, de nuevo, la Navidad como milagro, como hechizo de la verdad.

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