La tribuna

Leandro Del Moral. Abel La Calle

Inundaciones y nueva cultura del agua

EL extraordinario temporal que viene afectando a Andalucía en los últimos tres meses ha provocado un intenso debate sobre la política del agua. Desde algunos sectores se achacan los daños que las inundaciones están ocasionando a la falta de infraestructuras y se aprovecha, oportunistamente, para criticar las supuestas malas influencias de la nueva cultura del agua. La verdad es que, desgraciadamente, ni en la cuenca del Guadalquivir, dependiente hasta el año pasado del Gobierno central, ni en el resto de Andalucía se vienen aplicando las orientaciones de la nueva cultura del agua. Más bien lo contrario: una de las principales características de la gestión del agua en Andalucía es el descontrol, la "insumisión hidráulica", como se le ha llamado en ocasiones.

Efectivamente, es descontrol que en una cuenca sobreexplotada, como la del Guadalquivir, haya aumentado la superficie regada en 150.000 hectáreas (de ellas más de 60.000 en la provincia de Sevilla) entre 2002 y 2008. Descontrol es que en Andalucía haya miles de hectáreas de dominio público hidráulico y zonas de servidumbre, muy vulnerables a riesgos de inundación, ilegalmente ocupadas por actividades agrícolas, ganaderas e industriales. Desgobierno es que existan miles de viviendas ilegales en zona inundable.

Detrás de todas estas actuaciones, que en unos casos aumentan los efectos de las sequías y en otros los de las inundaciones, hay muchas connivencias y muchos pequeños intereses difíciles de aislar socialmente. Pero también muchos intereses poderosos que vienen de lejos, de tiempos muy anteriores a la constitución de la Junta de Andalucía y la Agencia Andaluza del Agua. La responsabilidad de estas administraciones estriba en su debilidad para denunciar y controlar con la suficiente energía los grandes (y a veces también pequeños y difusos) poderes económicos y mediáticos que hay detrás de ellos.

Las inundaciones que se están produciendo estos días son de tipos muy diferentes: avenidas de grandes troncos fluviales (Guadalquivir, Genil, Guadalete), pero también desbordamientos de pequeños arroyos y encharcamientos producidos por aguas pluviales. Pero el denominador común y la justificación de fondo de todos esos procesos de descontrol es la idea de que, a condición de contar con las infraestructuras necesarias, la naturaleza (en este caso, las cuencas hidrográficas) se puede explotar sin límites, extrayendo agua, vertiendo residuos, ocupando espacio, canalizando, regulando. ¿Cuánto cuestan estas infraestructuras hidráulicas? ¿Quién y cómo las paga? ¿Acaso con fondos europeos suscribiendo condiciones que luego no se cumplen? Es más: ¿son físicamente posibles estas infraestructuras? Estas preguntas ni se plantean ni interesan.

Hoy en día cualquier persona con unos mínimos conocimientos e información en materia de gestión del agua sabe que en la cuenca del Guadalquivir o en la del Guadalete no son posibles, por razones geotécnicas y económicas, más grandes infraestructuras de regulación. Las últimas está ya construidas o en construcción. Los microembalses que también se reclaman (de los cuales ya hay cientos, legal o ilegalmente construidos), pueden ser buenos instrumentos para aumentar la eficiencia del uso del agua, pero contribuirán más a desecar los ríos en años normales que a laminar las avenidas extraordinarias cada 15 o 20 años. ¿Por qué personas y organizaciones que saben que esto es cierto confunden a la opinión pública con planteamientos disparatados, instrumentalizando la imagen de las víctimas del desorden urbanístico, frecuentemente ciudadanos modestos?

La principal lección que debemos extraer de los sucesos que estamos viviendo estos días es que la clave de la buena gestión del agua, de esa nueva cultura del agua que hunde sus raíces en la sabia cultura tradicional del Mediterráneo, es la adaptación razonable a las condiciones del medio; es recuperar el sentido de la proporción y de la medida. El riesgo cero no existe, y menos aún con el horizonte del cambio climático en curso. El mensaje de acabar de una vez por todas con la inundación, por medio de presas, diques y canalizaciones, es una estrategia errónea. De la misma manera que hay que poner coto al hasta ahora imparable crecimiento de la superficie de regadío y de las extracciones de aguas subterráneas, hay que poner orden en la ocupación caótica del territorio. La solución no es, indiscriminadamente, más infraestructuras (que no paga quien las pide), sin atender a sus costes y posibilidades reales, sino más responsabilidad, más legalidad y mejor reparto de los muchos recursos de los que ya disponemos.

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