La lluvia en Sevilla

'Miarma'

Me gusta tener tratamiento de 'miarma' por parte de mis vecinos y de quienes me despachan en el mercado

Deambulaba yo por la casa con tal de no guardar cama a media mañana, dándome con los quicios de las puertas, mala como un perro a causa de un vulgar resfriado, de esos que ni dan positivo ni glamur ni cuarentenan cuando, por la radio, presentadora, contertulios y oyentes hablaban con grandes risas de lo ridículo y cursi que resulta que la gente se trate entre sí con expresiones cariñosas, tales como cielo, cariño o mi niña, sobre todo cuando no son de la familia. Un contertulio argüía que este fenómeno era un síntoma claro de la infantilización de la sociedad, que desde el punto del márquetin esto resulta contraproducente, y que blablablá. Y esta opinión era unánime. Así, sin matices. Me soné las narices con todo aquello. La generalización de un fenómeno lingüístico tan rico era tan burda, que me dieron ganas de llamar al programa y ladrarles con poco, con esta voz guitarrosa que me ha dado el catarro. Alguien debiera explicarles que no es lo mismo hablar con una de Canarias que con otro de Zamora, tratar con un bogotano que con un señor de Murcia, con un tontolhaba de la tele que con una abogada del estado. Frente a los reidores de la expresión de afecto más propia de Sevilla, el miarma, me declaro una firme defensora de su uso por parte de quienes la emplean sin gustarse ni renegar de sí, sino porque le es propia. Digo más, me encanta tener tratamiento de miarma por parte de los vecinos por los que siento afecto, de las madres de mis amigos y de quienes me despachan en el mercado.

Hay quienes no dicen miarma porque les parece populachera, y quienes la emplean indiscriminadamente porque se les ha subido el pavo identitario, y aburren hasta a las moscas con sus retahílas aguardentosas de cabessa, illo, ompare, hermanasso, carapapa, canija, miarma…, dicho sea todo con una impostación de sí mismos que desespera. Hay quienes no la empleamos (es mi caso) porque no se decía en mi casa ni en mi pueblo y, por tanto, no me sale de suyo y no la uso más que como juego del habla y con personas de mucha confianza. Por último, hay quienes hablan muy bien porque no saben lo bien que hablan, y salpican sus vocativos y su relato de las cosas con dulcísimos miarma, que saben a abrazo porque lo son, y a exclamación natural porque lo es.

En cierta ocasión, en América, un señor se me ofendió mucho porque lo llamé varias veces "hijo mío". Le causó mucha contrariedad. Tanta como si él me hubiera llamado a mí mamacita. Así me di cuenta de cuánto usamos en el Mediodía esta expresión afectuosa. Pasa entre nosotros más desapercibida que el miarma, con lo que ni reniegan de ella los atildados ni se la disputan quienes sobreactúan con esto del acento. A lo que iba: que un vecino me ha hecho un caldito, me lo ha traído en un tarro y me ha dicho: "Que te mejores, miarma". Sanaré.

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