La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Pablo Iglesias, el sembrador del odio

Arremeter contra un empresario de éxito por ser rico revela nervios y es sencillamente miserable

El muchacho rezuma. No puede evitarlo. Probablemente ha sido así desde que tiene uso de razón. Destila odio y envidia, siembra la cizaña y ofrece su peor rostro cuando trata de mostrar un supuesto perfil bondadoso.

Pablo Iglesias carga contra Amancio Ortega por enésima vez fruto de los nervios que deben provocarle los sondeos. Su portavoz Irene Montero, una aprendiz de Claudia Prócula con discurso de delegada de COU, arremete por su parte contra Florentino Pérez. Es el márquetin político del odio y de la irresponsabilidad temeraria, sabedores de que el deporte nacional es la envidia.

Los dos son hábiles, de lengua fácil, redichos cuando conviene, asamblearios cuando interesa, fáciles a la hora de clavar el puyazo dedicado a esos tendidos del sol donde se sienta gente que todavía cree en ellos de buena fe, como última esperanza para enderezar el rumbo de sus vidas.

El lobito está cobrando y las ovejitas votando. Destrozar en los medios de comunicación y en los mítines a un empresario español de éxito por el mero hecho de ser rico es sencillamente miserable. Se le ve a lo lejos el pelo de la dehesa de la envidia con la escarapela clavada de la majadería.

Este Iglesias debió envidiar hasta la libreta nueva que exhibía su compañero de pupitre en el colegio, miraría de reojo el chaleco nuevo de su amigo y hasta trataría de que los demás no se estudiaran todo el temario del examen para no ser él el único en asumir el riesgo del suspenso. Siempre igualando por abajo. Seguro que secundaría éstas y otras prácticas similares propias de su perfil de mediocre que necesita el pedestal de la política para destacar.

Verdaderamente la política actual es el campo de cultivo de gente de sus características. Una política de mensajes facilones, de charlatanes, de argumentarios vacíos, populistas y con escasa capacidad de análisis. Una política en la que el efecto ha sustituido al pensamiento, donde se reducen los colores a la disyuntiva entre el rojo o el negro, todo es izquierda o derecha o, cómo no, extrema izquierda o extrema derecha y, por supuesto, los ricos son malos y los pobres son buenos.

No les interesa contar las verdades. Sin empresarios y sin bancos no hay progreso. Sin trabajadores eficaces no hay progreso. España sería peor sin Amancio Ortega. Y defender esta posición no convierte a nadie en un pelota ni en un servil, como llevar coleta y camisas de desaliño estudiado no te hace pasar por revolucionario. Son pura fachada. Son a la izquierda lo que las señoras rubias de los mítines al PP de los años noventa. Pura estética, imagen, pose. Unos irresponsables.

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