Estaba escrito, la Séptima era el objetivo como estrambote a un curso turbulento y todo estaba en los pies de ese Sevilla que nunca se rinde. Tras ser mejor que la Roma durante los ciento cincuenta minutos que duró el juego, la tanda de penaltis no podía ser el sumidero por donde se fuese esa conquista tan deseada. Y en esa ruleta rusa, Mancini duplicó el favor errando desde los once metros, como había hecho antes con su autogol.

La gesta del Sevilla permite obviar lo obvio y meterse en análisis no tiene sentido. Las finales no están hechas para jugarlas, sino para ganarlas y el Sevilla ha ganado las siete que ha disputado en esta competición. Con penaltis y sin penaltis, el Sevilla ha revalidado su título de rey de la Liga Europa, antes Copa de la UEFA y mucho antes Copa de Ciudades en Feria. ¿Y cómo hace el Sevilla para repetir esa conquista? Pues dejándose el alma en la yerba.

Lo ocurrido en el Puskas Arena atravesó fases variopintas, pues durante media hora fue mejor la Roma mediante un Dybala excepcional para que los de Mendilíbar, vaya papel el recitado por el vasco, se impusiesen en el resto mediante jugar mayormente en campo contrario. En los últimos diez minutos del primer tiempo fue donde el Sevilla tocó a rebato para imponerse a los de Mourinho, el hombre que ha conocido frente al equipo sevillista a qué sabe perder una final.

El Sevilla es infinitamente superior a la Roma y tanto el autogol de Mancini como el error de éste mismo en la tanda de penaltis fueron esos renglones torcidos que permiten escribir derecho. El Sevilla, de la mano del pragmático Mendilíbar, ha logrado terminar con matrícula de honor un curso que iba de suspenso asegurado. Y como bien está lo que bien acaba y esta Séptima sabe a gloria, sólo cabe felicitarlo y reconocer que, efectivamente, la rendición no va en su ideario.